Muerte de un presidente

Civil war (Alex Garland, 2024)

El contexto:

Aunque Civil war es una película política sin política, y que se aplica lo mínimo en perfilar, tal vez por ser sobradamente conocidos, los antecedentes del clima de crispación y polarización mundiales que ponen en marcha su aterradora distopía, un mínimo ejercicio memorístico-histórico se hace necesario antes de comenzar su análisis. No quiero extenderme demasiado en recordar el actual estado de las cosas, políticas, a nivel global; pero sí me gustaría recordar que este ejercicio, periodístico y judicial, de acoso y derribo que las fuerzas conservadoras llevan ejerciendo desde hace muchos años sobre sus rivales políticos progresistas ni es nuevo ni es una invención de Steve Bannon. El caso de Salvador Allende (documentado en La Batalla de Chile, Patricio Guzmán, 1975) puede ser el más recordado y uno de los más dramáticos, pero es tan sólo uno más en una larga lista que recorre buena parte de la historia contemporánea de nuestras democracias. Antes que Allende, en 1922, el presidente polaco Gabriel Narutowicz, tras sólo cinco días de gobierno, fue asesinado durante una feroz campaña en su contra por parte de la oposición de derechas y la prensa afín. Su breve gobierno, en un clima asfixiante promovido desde la oposición que casi impidió su toma de posesión y que, como digo, terminó con su asesinato a manos de un extremista nacionalista, aparece minuciosamente detallado en Death of a president (Śmierć, prezydenta, 1977), la última película visible de Jerzy Kawalerowicz. En Francia, el gobierno de izquierdas de Léon Blum que, entre sus muchas reformas, había conseguido por primera vez en la historia del país que los trabajadores pudieran disfrutar de vacaciones pagadas, sufrió similar maniobra de acoso y derribo, en la cual se incluyó la ascendencia judía del propio Blum. Los ataques e insultos llegaron a afectar a otros miembros de su gabinete, hasta el punto de que una campaña mediática llevada a cabo por el partido de extrema derecha Action française empujó al ministro del Interior, Roger Salengro, al suicidio, por mucho que este hubiese logrado desacreditar la trama difamatoria.

No se debería olvidar que la última gran guerra que padeció la Humanidad, la II Guerra Mundial, tuvo un importante carácter de guerra civil en no pocos de los países involucrados. Se da el caso, que en naciones como Francia, o en repúblicas de la URSS como Ucrania, una parte de su población, de ideología conservadora, prefería ser gobernada por un invasor fascista (Adolf Hitler) o por un colaboracionista (Philippe Pétain) antes que serlo por un demócrata francés judío y de izquierdas (Léon Blum). No fueron pocos los europeos de ideología fascista que se alistaron voluntariamente en divisiones de las Waffen SS. Franceses, ucranianos, húngaros, letones, estonios, musulmanes de Croacia y Albania, eslovenos, tártaros, cosacos, polacos, yugoslavos, españoles, italianos y hasta cerca de una treintena de distintas nacionalidades europeas tuvieron uniformados como parte de estas unidades de combate que asolaron Europa y masacraron a seis millones de judíos. Este carácter guerracivilista de la II Guerra Mundial es lo que propició al final de la contienda que en países como Francia más de diez mil personas fuesen víctimas de diversos tipos de ejecuciones sumarias por su colaboración con el ejército invasor.

Hay quienes piensan, y aquí ya comenzamos a entrar en Civil War, que la inevitable III Guerra Mundial será una guerra civil o un cúmulo de guerras civiles a nivel global que enfrentarán a las fuerzas progresistas y a las reaccionarias —o yendo aún más lejos, a los que controlan la riqueza y los medios de producción y quienes los protegen frente a los cada vez más y en mayor medida desposeídos de estos—. El conflicto, como todos aquellos a escala planetaria, sería, de terminar produciéndose, probablemente devastador, pero daría paso obligado a un diferente modelo de sociedad. La hipótesis sobre el resultado a largo plazo de la contienda no es difícil de adivinar y Garland apuesta sobre seguro. A poco que se repase la evolución de la vida humana en el planeta se concluirá que, a pesar de sus traspiés, retrasos y alteraciones, la historia de la Humanidad, desde que bajamos de los árboles y dejamos de andar a cuatro patas, es la inexorable historia del cambio y el progreso, aunque, claro está, siempre al borde de la autoaniquilación.

La película:

De entrada hay que reconocerle a Garland y a los malvados ejecutivos de A24 —que no sólo hacen películas para llenar cabeceras de diarios; First cow, por ejemplo, es también de esta productora— el nervio y el pulso para atreverse a tocar el aquí y el ¿pasado mañana?, cosa de la que el cine comercial americano suele huir como de la peste. Su cinta convoca una amenaza y un peligro reales, apelando al momento presente, como hacía tiempo que el aparato de gran producción no se atrevía a abordar. Y lo hace tanto aterrorizando, pero sin exagerar lo más mínimo en cómo podría ser una realidad tal, como exorcizando ese miedo al hablar de él en esa ceremonia colectiva que cada vez menos supone ir al cine y debatir de la película a la salida.

En Civil war, los Estados Unidos, en un futuro muy cercano, llevan algunos años inmersos en una sangrienta guerra civil a la que no le falta mucho para asistir a su batalla final con el asalto a Washington DC y la Casa Blanca por las fuerzas secesionistas frente a un presidente acorralado que, en un discurso televisado a la nación, asegura por el contrario que su victoria está cerca. El país se dividió en cuatro grandes bloques, uno de ellos que incluía los estados del noroeste formó una especie de Nuevo ejército popular de tintes maoístas (nótese el chiste de Garland), mientras que los estados del Sureste se aglutinaron en el llamado Frente de Florida. En el film ninguno de estos bloques tiene peso dramático. Lo peor del conflicto armado se libra entre las fuerzas constitucionalistas del presidente (donde se incluyen todos los estados del nordeste y algunos del centro del país más Nuevo México, Arizona, Nevada, Alaska y Hawaii) y la militarmente poderosa Alianza Occidental, formada por solo dos estados: California y Texas. Como verán, Garland es lo suficientemente astuto para borrar algunas pistas y aliar en su distopía territorios tradicionalmente antagónicos en su ideología: California y Texas, o poner a un presidente de tintes reaccionarios protegido por los estados del nordeste del país, de ideología progresista, en coalición con otros históricamente conservadores.

Por la poca información que la película suministra, el presidente del país sigue siendo un jefe de estado democráticamente elegido —en algún lugar he leído que en su tercer mandato, lo cual habría supuesto una reforma constitucional, pero no recuerdo la mención de ello en el metraje, ni desde luego se hace el mayor énfasis en esto— y Estados Unidos una república. Es cierto que se le dibuja en cuatro pinceladas como un conservador e incluso un reaccionario, pero eso no lo convierte ni en un dictador ni en un tirano al que sea legítimo derrocar mediante una insurrección armada, como obviamente tampoco lo sería de haber sido un izquierdista. Los periodistas que protagonizan la película, y que pretenden llegar a Washington DC antes que las tropas secesionistas para hacerle una última entrevista, lo comparan con Ceaucescu, Sadam o Gadafi, pero aquellos no eran presidentes democráticamente electos sino dictadores. La cinta de Garland, que sólo está narrada desde un punto de vista (el de los periodistas, cuya línea editorial jamás se menciona, y el de las tropas, digámoslo ya, golpistas), se cuida mucho, como ya he dicho, de revelar el contexto político, más allá de pequeños apuntes por aquí y por allá, que pueden emparentar al presidente con un sucedáneo de Donald Trump. Todas estas decisiones de Garland hacen su pesadilla más incómoda, terrible y desasosegante.

En efecto, si en vez de un presidente que recuerda a Trump, la película hubiera colocado en su lugar a un tipo con aire a lo Biden, o incluso negro, asaltado por una turba armada con banderas, escopetas recortadas, bombas caseras y disfrazada de mamarracho, todos habríamos reconocido, pese a la creíble amenaza, la apuesta a lo seguro, sin el menor riesgo cinematográfico; en cambio, Garland nos presenta a un ejército regular (ojo a la inquietante insignia de las tropas asaltantes con la bandera americana con las barras y sólo las dos estrellas de California y Texas) con armas de ultimísima generación tomando al asedio la Casa Blanca, en una encarnizada batalla que recuerda el asalto al Reichstag durante la II Guerra Mundial, y ejecutando a sangre fría a un implorante presidente como si este fuera Osama Bin Laden. Todo ello narrado desde el punto de vista de los asaltantes, no de los defensores constitucionalistas, cuando el cine americano siempre se había colocado en este tipo de relatos de parte de los resistentes ante el asalto, de los defensores de la legalidad, el orden y el statu quo, fuera en westerns, en películas policíacas, de aventuras o en cintas de vampiros, extraterrestres, zombis, etc.

Al emprender este topsy-turvy endiablado, al tomar todas estas decisiones discutibles y polémicas colocándose al otro lado, Garland habrá incomodado por igual a republicanos y a demócratas. A los primeros porque el presidente, con un marcado tufillo fascistoide a lo Trump, es derrotado, puesto de rodillas y ejecutado; y a los segundos porque aún enfrentados a un demagogo populista, con serias opciones de ganar las próximas elecciones presidenciales, los coloca esta vez como los asaltantes y les muestra el devastador resultado de un trauma nacional de este calibre cuyos efectos serían incalculables.

Como decía al principio de esta entrada, Civil war es una película política sin política, pero también una película de zombis sin zombis (Romero ha sido estudiado de cabo a rabo, véase la inolvidable foto fija con la que se cierra). La primera media hora muestra un tipo de devastación postapocalíptica que hasta ahora sólo habíamos visto en el cine americano en films donde el país se veía asediado por plagas, invasiones alienígenas, monstruos gigantescos o muertos vivientes, ahora es otro tipo de violencia, cercana y reconocible, la que la ha producido. Garland, probablemente asustado, se detiene a la media hora, justo cuando muestra los ajustes de cuentas civiles de una guerra civil, las torturas y ejecuciones por parte de civiles armados de aquel jefe al que siempre odié, de aquella pareja que me abandonó o de tal o cual vecino con el que siempre estuve enemistado.

Es justo ahí, tras esa aterradora declaración de intenciones —probablemente no queriendo hacer de Civil war una escalada insoportable que obligara al público a tener que abandonar el cine y perderse su traumático, impresionante y a la postre aleccionador final—, cuando a Garland se le va la película a no se sabe dónde. Durante 40 minutos o más, el cinéfilo curtido y decente deseará más de una vez irse de la sala no sólo ante la incapacidad de su director por seguir con la obra que había comenzado sino por su indecencia a la hora de mostrar, por ejemplo, a soldados federales rendidos fusilados sobre la marcha por los insurrectos a golpe de música rock colocada por él mismo en la banda sonora incidental. Tras una buena ducha de tropelías y absurdos de dirección y guion —ese pueblo resplandeciente ajeno a la guerra; el énfasis en los dilemas del reportero de guerra mil veces vistos antes en obras mil veces mejores—, Garland por fin vuelve a la sensatez con una escena escalofriante, que recuerda a la guerra de Yugoslavia (otra guerra civil, como el inicio de la de Corea, Vietnam e incluso ahora la de Ucrania), al borde de una fosa común donde Jesse Plemons en cinco minutos entrega una de las grandes interpretaciones del año. Esa escena puede servir de coartada para quienes señalan el carácter xenófobo, y de limpieza étnica, del presidente y por ende de las tropas constitucionalistas. Pero en la ficción lo que vemos son sólo tres soldados perdidos como responsables solitarios de esa barbarie, nada se nos dice que haga suponer que representan al ejército y a la ideología gubernamentales (tampoco de lo contrario), y mucho menos que tengan carta blanca para estar cometiendo los crímenes de guerra que están cometiendo impunemente.

Esa excelente escena, aunque mal e increíblemente resuelta, vuelve, como digo, a meter a Garland en el meollo. Los 40 últimos minutos, con la batalla de Washington, el asalto a la Casa Blanca y los periodistas protagonistas empotrados entre las tropas golpistas, son de los que te persiguen y no te sueltan durante semanas. Uno piensa que Garland no se va a atrever a llegar hasta el final, pero sí lo hace, y con todas las consecuencias, tanto como se atrevía el viejo Aldrich en la feroz, y de visión obligada hoy más que nunca, Twilight last gleaming (1977) en su versión sin censura de 166 minutos. Ahí, casi sin advertencia previa, Civil war le tira a la cara al pueblo americano su peor pesadilla y le enseña al mismo tiempo su peor monstruo, que, aviso para navegantes, no es propiedad exclusiva de ellos.

Al final, mientras ruedan los títulos de crédito con esa terrible foto que nos remite a Night of the living dead (George A. Romero, 1968), no sabes si el film de Garland es una gran película golpista (demócratamente golpista, ya saben que Hollywood siempre ha sido demócrata y no republicano) o una película subversiva que se siente culpable de ello, probablemente ambas cosas. Lo de golpista ya lo he explicado, en Civil war sólo vemos el punto de vista de los secesionistas, estamos siempre al lado de los asaltantes, casi celebramos su macabra victoria, por lo menos hasta esa imagen final que nos devuelve congelado nuestro peor contraplano. Pero también subversiva, porque mostrar un símbolo como la Casa Blanca acribillado sala a sala y al presidente de Estados Unidos, cuyo poder e influencia en el mundo y cuya opresión sobre muchos países ha sido y es incontestable, derrotado y ejecutado por una facción de sus propias tropas es una imagen tan potentemente subversiva como gozosamente anarquista. Cuando tenía veinte años, Civil war me hubiera entusiasmado por la valentía de su cariz subversivo, hoy, ya en la cincuentena, me aterroriza su sesgo golpista, aunque este sirviera a mi propia causa.

Lettre de cinéma

Querido amigo, esta es la carta de alguien que no tiene muchas ganas de escribir, pero como siempre me insistes en que te cuente por dónde andorrea mi pensamiento cinematográfico aquí te dejo cuatro letras desordenadas con la esperanza de que rescates un par de ideas entre mi habitual selva de descontento.

Finalmente pusimos los dos Kiarostamis en la Filmoteca, incluso logré traer a Manuel para presentar el segundo. Lo que más me impresionó al volver a verlos ahora es cómo en cinco años, y a través de unos documentales sobre la infancia y la educación, Kiarostami consigue mostrar, de tapadillo, de qué forma los sueños revolucionarios se han transformado en una pesadilla religioso-totalitaria en un período tan corto. Como siempre ocurre con él, te pasas todo el tiempo preguntándote dónde acaba el documental y dónde comienza la ficción (también me suele ocurrir con Robert Kramer): muchas veces no lo oculta, hay escenas donde evidentemente hay puesta en escena y con ella intuimos que guion y ficción, además de uso de música incidental. Pero luego hay otras donde dentro de la escena hay cortes y cambios de plano con nueva posición de la cámara (por no hablar de los contraplanos de reacción, rodados a posteriori, muchos de ellos incluso otro día y en otra localización) que obligan a pensar que, dado que muy probablemente no se ha rodado con multicámara, Kiarostami ha guionizado, planificado, editado y dirigido a las personas como si fueran actores a pesar del carácter documental de toda la escena. Su insistencia en mostrar el dispositivo en Homework (los contraplanos insistentes del cámara) te impide olvidarte de que estás ante una película y no ante la realidad. Es imposible, sin haber estado presente en los rodajes, saber qué escenas son reales, cuáles inventadas en su totalidad o cuáles, a partir de algo verdadero, dirigidas en una determinada dirección que sirviera a los intereses dramáticos, sociales y políticos que Kiarostami quería mostrar y/o denunciar. En Homework llega muy lejos, el director de escuela amable y paciente de Avaliha, probablemente aún imbuido de los sueños revolucionarios, se ha convertido en un interrogador, frío y seco, encarnado por el propio Kiarostami, que parece remitir en esa habitación sin ventanas a otro tipo de interrogatorio que anticipa la cámara de tortura; ni siquiera la presencia del equipo de rodaje suaviza su carácter intimidatorio, ya que también solía haber grabadoras, focos y cámaras de cine registrando los interrogatorios en los regímenes dictatoriales. Me pregunto si Kiarostami estaba también denunciando en Homework las purgas políticas que seguramente ya habían comenzado en Irán. Si lo hizo, los censores no se percataron, lo que da muestras de lo fino de su mecanismo denunciatorio escondido en un sensacional documental sobre los deberes escolares en la infancia.

Mientras unas cuarenta personas iban a ver ese hermoso e inquietante díptico de Kiarostami, siempre tan inteligente a la hora de repensar las fronteras entre documental y ficción, el muerto viviente de Wim Wenders conseguía meter doscientas en la sala grande de la Filmo y dejar incluso gente fuera con su última película, en cartel durante semanas en los cines comerciales de la ciudad. Recuerdo que me dijiste que Perfect days gusta porque el cine no huele y porque la mayoría de sus admiradores tiene delegada la tarea de limpiar sus propios inodoros; eso, añado yo, y que está rodada en Japón, porque si fueran los aseos de la Feria de Sevilla nadie la habría soportado. Es decepcionante cómo la ha vuelto a colar el viejo Wim, que la lleva colando casi toda su vida; supongo que con este éxito tendrá asegurado el rodaje de otros tres o cuatro bodrios, amables e inútiles, más. Álvaro Arroba me contaba que la verdadera película del buen Wenders (ese que murió hace muchísimas décadas) la había hecho el año pasado Ilya Povolotsky, Grace. Como casi siempre, tiene razón Álvaro, Wenders habría matado por hacer a sus años algo como Grace… o no, y ahí está su drama cinematográfico que corre paralelo a su éxito empresarial.

La cartelera de provincias es un asco, tú que vives en un país y una ciudad cinematográficamente civilizados no tienes ese problema, pero aquí, por ejemplo, Rohrwacher ha llegado con una copia (Bellocchio ni llegó) y en un solo pase. La Chimera no gustará, casi nadie la verá en los secos páramos donde reinan Wenders y Lanthimos. Pobre Arthur en busca de su hilo de Ariadna.

La otra noche volví a ver con mi mujer The Verdict (1982), ella no la había visto nunca, y si no recuerdo mal tú y yo fuimos al estreno cuando éramos jóvenes y despreocupadamente idiotas, no especialmente por ir a ver The Verdict sino por todo en general. Forma parte de ese cine que ya no soporto, pese a que Newman está muy bien como actor cansado de tanta tontería, incluida la del propio cine. Mason y Warden hacen su numerito y David Mamet entrega un guion donde es imposible que el director pueda escaparse de sus zarpas. El libreto de Mamet tiene todo lo que debe tener un «buen guion de hierro» (salvo el prescindible personaje de Rampling y la charleta exculpatoria de Warden contándole el lastimoso pasado de Newman), de esos que habría que tirar directamente a la basura pero que funcionan de maravilla en el cine industrial. Mamet en los años ochenta parió algunos de ellos hasta que, como buen capitalista, decidió que su empresa debía ganar mucho más el año siguiente que el anterior (o si no, como suelen decir estos cabrones, entraba en pérdidas) y decidió pasar de guionista eficaz a director irrelevante. Lo más interesante de The Verdict es Lumet (capaz de lo mejor y de lo peor sin solución de continuidad, véase Daniel, rodada al año siguiente), como lo más interesante de The Untouchables, también con guion de Mamet, era De Palma. Es curioso que con semejante cepo de Mamet, Lumet ruede la película de una forma absolutamente heterodoxa para el cine industrial norteamericano de los años 80. La cinta está llena de planos generales donde el protagonista aparece a una enorme distancia y, lejos de ser meros planos de situación, Lumet tarda mucho en pasar al plano medio o plano americano y comenzar la tradicional planificación en plano-contraplano, e incluso hay alguna escena donde decide quedarse a distancia y rodarla entera en un plano master con la cámara muy baja. La distancia a la que el cineasta se sitúa y el tiempo que decide dedicar a cada plano (y las razones morales por las que lo hace) son tal vez las dos decisiones más trascendentales en el trabajo de un autor. Este pseudo estilo, un poco oriental en exteriores y otro poco a lo Welles sin barroquismo en interiores, termina siendo el gran acierto de la película y es lo que no sólo permite a esta ser algo más que su guion, sino que muestra el deseo del director por encontrar una forma reveladora y hasta cierto punto personal que vaya más allá de lo evidente, de lo que hay en la superficie de las cosas.

Tenías razón también en lo de la nueva de Hamaguchi, la última cinta importante que me restaba por ver de la temporada pasada. El final es de Anticristo, de Von Trier; no creo que ni él sepa lo que ha querido decir. Mal paso para un tipo que pretende que se le emparente con cineastas grandes, alguno hasta muy cercano, y que nos asalta ahora con esta fechoría que nos trae a la memoria el cine de los peores pornógrafos de nuestro tiempo. Ya te he dicho más de una vez que Hamaguchi en realidad es un guionista que filma, que no es lo mismo que un director. En esta el guionista se zampa a la media hora al prometedor director y se tira el resto de la película eructando.

El año avanza y poco de lo nuevo me ha entusiasmado. Las excepciones fueron Jerome Hiler y su photoroman, aquí foto ensayo, sobre las maravillosas vidrieras catedralicias anteriores al siglo XIV como precedentes del cine, y la última de Bernard Émond, que respeta a la Iglesia católica tanto como Terence Davies se cagaría en ella; por lo demás, formalmente una bella película (aunque me gustaba más la anterior), como todas las de Émond. Otro par de cosas. Por un lado, Small, slow but steady de Shô Miyake (que traía un buen padrino, Fernando Ganzo), que hace bien tres cosas que hacía mal la de Eastwood: no se mete en las basuras de debate de sobremesa sobre la eutanasia, donde sí chapoteaba hasta el cuello el guion del impresentable Paul Haggis; no mitifica, y si lo hace lo reduce a lo mínimo, al personaje del entrenador veterano (ese caramelito, envenenado, no lo iba a desaprovechar Clint); y muestra a la gente trabajando para llegar a fin de mes o pagar el alquiler, eso que el cine americano hace como mucho en una escena y para dar el pego. Y por otra parte, Negu hurbilak, porque tiene mucho mérito comenzar como Tarkovski (Stalker) y terminar como Jean Rouch (Les maîtres fous) dejando silente todo lo indecible.

En realidad, y aunque no lo creas, esto iba a ser una entrada para escribir de Patricia Mazuy, o de Sophie Fillières, o de Noémie Lvovsky o de Sandrine Veysset (busco pistas de ellas en el cine actual pero no las encuentro: Letourneur un poquito, el último Guiraudie), pero no tenía ganas de hacer una entrada al uso, estoy demasiado vago para ello. Insistes en que salvo Mazuy son directoras de una o dos películas, sí, vale, puede, ¡pero qué películas! Ya quisiera yo haber visto a sus homólogas españolas haciendo algo así. Cuando se ruedan films como Y aura-t-il de la neige à Noël?, Martha…Martha, Oublie-moi o Aïe, me pregunto seriamente qué sentido tiene seguir, ¿para qué ‘profesionalizarse’ si ya lo dijiste todo, si ya filmaste una vida en lo que tiene de más hermoso y lacerante? Puedes ser como Mazuy, aparecer, desaparecer, y volver aparecer un poco reinventada, pero Mazuy siendo excelente no toca lo autobiográfico como las otras tres. Mira atentamente esas cuatro películas que cito de Veysset, Lvovsky y Fillières, y dime si no suena a intimidad confesada y disfrazada; eso no tiene por qué hacerlas mejor, cierto, pero sí las convierte en algo irrepetible, de imposible continuidad, salvo que seas Pialat, claro, con quien Veysset o los primeros Mazuy podrían conectar sin esfuerzo. El padre abusador y la doble familia presentada con total normalidad de Y aura-t-il de la neige à Noël? sería algo que Pialat habría filmado con mucho gusto como suyo. Oublie-moi por su parte es un suicidio en pantalla (y ahí está ese voluntario accidente de coche como pocos), la desarmante autoconfesión de una acosadora; hasta la insoportable Valeria está bien en esta deriva histérica como huida frente al terror al abandono, rodada sin embargo con la extraña serenidad que da el paso del tiempo. Y para exorcizar la reciente muerte de Fillières nada mejor que volver a Aïe, donde ya se anunciaba su marcha temprana a su planeta de origen. ¡Qué película más maravillosa, sorprendente e inventiva en cada escena!

Como Maurice Pialat y Jean Eustache van juntos, te comento que también me llegó ya la Integral Eustache, que no es Integral porque no se atrevieron, a ver quién se atreve, a meter Le Cochon. Y sí, como tú dices, es el lanzamiento de la temporada, del año y de la década. Tus chistes sobre las razones del niño, Boris Eustache, para resistirse durante décadas a vender los derechos de las pelis y ahora, de repente, soltar hasta los ceniceros del padre mejor me los guardo, que este no es sitio. Mirando en los extras se ve, efectivamente, que ha rebuscado bien en todos los armarios a ver si había quedado algo de calderilla en el fondo de algún cajón. De todas formas, editar esta joya en los años de Villeneuve, Nolan y Lanthimos es como colocarse a la salida de Barbie intentando vender Notas sobre el cinematógrafo de Bresson. Me dicen, no obstante, que el pack Eustache está funcionando muy bien, lo cual corrobora que los cinéfilos vivimos en grutas durante gran parte del año pero salimos rápidamente al exterior con los ahorros bajo el brazo cuando se filtra algún rayo de sol.

Por fin vi la película por la que McCarthy quería ahorcar a Edward Dmytryk, o por la que un director honesto hubiera entregado con sumo placer su cuello. Give us this day (1949) recuerda, en pequeño, al mejor Losey: el americano y el de aquella memorable peli italiana con Paul Muny, niño y hambre. Nunca había visto a un obrero morir en el tajo de una forma tan espantosa. No se te olvida: una terrible, miserable y dura vida para terminar así. Probablemente la mejor película de Dmytryk (junto con The Sniper) y una buena muestra de ese maravilloso y, desgraciadamente, breve Red Hollywood que tan bien documentó Thom Andersen.

Me preguntas con qué me voy a poner ahora, pues bien, me esperan cuatro largometrajes de Frans van de Staak. Mil gracias por Conte cruel (Gaston Modot, 1930).

Me despido por hoy deseándote lo mejor. No veas nada que yo no vería (y que tú tampoco verías sobrio) e intenta volver a casa sano, salvo y un poco más sabio de lo que te fuiste.

¡Un abrazo!

Santiago

Desenfocar el ruido

Violet (Bas Devos, 2014)

No hay muchos casos en los que, aunque sea provisionalmente, lo mejor de un cineasta se encuentre al inicio y al final de su carrera, como si a un principio ilusionante le hubiera seguido cierto extravío para, de nuevo, recuperar la distancia y el tiempo precisos de una mirada o la modulación exacta de un timbre de voz alcanzada cierta madurez que, paradójicamente, vuelve a conectar con las (intactas) promesas de juventud ahora felizmente cristalizadas.

El belga Bas Devos es un buen ejemplo de esto. De sus cuatro largometrajes, los dos mejores son el primero (Violet) y el cuarto (Here), con un traspiés monumental (Hellhole) y un título bueno (Ghost tropic) al que su dramaturgia, algo convencional, lastra un poco. No aparece sin embargo Violet de la nada —y no lo digo sólo por sus préstamos o guiños más o menos explícitos al Gus Van Sant de la tetralogía de la muerte— sino que en sus primeros cortos (Pillar, The Close, We Know) ya aparecían varias ideas argumentales, principios estéticos y elementos gramaticales que Devos desarrollará con más metraje y dinero en su debut en el formato largo.

Violet es una película sobre la culpa y su gestión emocional filmada de una forma (la analizaremos con ejemplos en los párrafos siguientes) que aísla al personaje principal del mundo exterior e interioriza su incomunicación y frustración. En la primera escena, el cineasta nos sitúa, a través de un lento zoom out —que empieza en dos puntos blancos sobre un fondo negro y termina con ocho monitores sobre una mesa y el reflejo de una persona en uno de ellos—, en la sala donde un hombre vigila los pasillos de un centro comercial en los que un par de adolescentes se acerca al protagonista y su amigo para iniciar una charla que nunca alcanzaremos a oír. Es precisamente en el instante en que el guardia de seguridad abandona momentáneamente su puesto, cuando, a través de las pantallas, seremos testigos del apuñalamiento del amigo para robarle su bicicleta ante la pasividad aterrorizada del protagonista.

Devos no hace en ningún momento una película al uso donde la psicología se adueñe del relato, ni de la pantalla, por mucho que mi pequeña y mínima descripción lo haya podido parecer, pero necesitaba explicar someramente su punto de partida para que se entendieran mejor las decisiones de puesta en escena que va a tomar, siempre al servicio de la historia que está narrando, y que nunca giran en vacío.

Gus Van Sant ya había usado inteligentemente, y con un criterio dramático y cinematográfico (e incluso político), el desenfoque (la imagen que encabeza este texto) en un momento de Elephant (2003), justo tras mostrarnos a una pareja (perfectamente enfocada y encuadrada en plano entero) avanzando hacia la cámara mientras huía de los asesinos.

Van Sant decidía no corregir el foco y dejar en un largo plano secuencia (donde el tiempo diegético y el real son idénticos) que uno de los asesinos avanzase desenfocado desde el fondo del corredor caminando lentamente hasta colocarse ya en foco cuando llegaba a la posición del primer plano.

Este intento de mantener invisible, o parcialmente visible, lo que aún no debe verse, o lo que tal vez nunca debería haberse visto, mientras se va encarnando en forma, crea una doble tensión contradictoria: la visión desde la posición del testigo privilegiado de lo que jamás se debió contemplar va a suponer la muerte y, por otra parte, en paralelo, la transmutación en cuerpo de una masa informe va a darle al asesino precisamente eso que ni los media, ni la sociedad, ni la política acostumbran a darle (la condición de ser humano), precisamente porque también los expone y los señala a todos ellos como (co)responsables. Van Sant enhebra estas ideas a partir únicamente del uso de un elemento gramatical, ese desenfoque/enfoque que aquí no lo decide y selecciona el dispositivo y su manipulación, sino la distancia a la que los sujetos se van a situar respecto a la cámara reclamando así su derecho a visibilizarse plenamente en la historia según su propia voluntad.

Continuemos ahora explorando brevemente el uso y reinvención de estos elementos visuales por parte de Devos en Violet.

Uso del enfoque/desenfoque, donde ambos elementos (el enfocado y el desenfocado) tienen similar importancia en cuanto a equilibrio formal y cuidado plástico, pero donde se quiebra el tradicional principio de que lo que está en foco (y en primer plano) es esencial y lo que está desenfocado (y al fondo del plano) es anecdótico (imágenes 1, 5, 6, 7 y 8). O bien se invierte esta idea, como en la imagen 2, al convertirse el primer plano desenfocado (las flores y el bote de mayonesa) en lo dramáticamente intrascendente (a pesar de la bella relación cromática entre las flores, el bote y el pelo de los niños) y el fondo nítido (el padre y el hijo sentados a la mesa) en lo relevante.

Desenfoque completo hasta llegar con un lento zoom in a corregir foco conforme nos aproximamos al primer plano, donde acaba la escena.

A partir de algunas de estas ideas, Bas Devos se erige en un verdadero maestro en el uso del bokeh, que es junto a su utilización del plano secuencia, lo que aprecio de su puesta en escena. Jugando con los objetivos muy luminosos que permiten grandes aperturas de diafragma y explorando creativamente el teleobjetivo, Devos consigue crear un bokeh cremoso, donde sus fondos de plano son un lienzo abstracto en el que las relaciones cromáticas que el bokeh va a conseguir parecen tan meditadas y calculadas como aquello que va a colocarse (nítidamente enfocado) en primer plano. Además, el formato 1.33: 1 le sirve también para que las luces formen los bellos y típicos círculos de colores, y no los óvalos, que, por el contrario, se producen en el formato anamórfico cuando se hace un bokeh.

Atención al impresionante uso del plano detalle (jugando con el mismo principio estético y su valor emocional) probablemente sirviéndose de una óptica tilt shift.

En otras ocasiones, y de nuevo en lo que parecen planos rodados con focales tilt shift, Devos coloca el punto dulce de foco en un lugar inhabitual (nótese el punto dulce en la piedra del suelo, y no en las bicicletas, como habría sido lo ortodoxo dado que es el elemento principal de la acción), creando así de nuevo un desenfoque en las bicis y el fondo, para pasar a un bonito bokeh en los planos siguientes, donde el enfoque sigue en el suelo (el perro que entra en plano), creando así un expresivo y bello contraste plástico entre las zonas enfocadas y desenfocadas hasta culminar en un bokeh completo de casi todo el plano, mantenido durante algunos segundos.

Veneno/Antídoto

Cuando en 2012 los miembros de la Brigada Ferroni enviaron a la prestigiosa encuesta de Sight & Sound sus sorprendentes listas, marcadas por un claro sentido de activismo político, con las diez mejores películas de la historia del cine, decidieron añadir unas pocas líneas que aclaraban sus intenciones: «we don’t believe that these are the ten greatest films of all time, but we are convinced that it would be better if they were.»

No es equivocado pensar que parecido espíritu me empuja a esta rebelión frente al statu quo, donde la habitual dosis de fascismo ordinario e hipocresía neoliberal que suelen acompañar a las películas nominadas a los Oscars (y que parece que este año están encandilando a tanta gente) pretende ser contrarrestada con su némesis, cinematográficamente reveladora y, en muchos casos, ideológicamente progresista.

Las diez candidatas a mejor película van en esta entrada acompañadas con su correspondiente antídoto. Como en el caso de los brigadistas, yo también quiero pensar que si este fuera el cine que la mayoría de la gente viera, en vez del que consume, el mundo sería un lugar mucho más habitable.

Veneno: American fiction (Cord Jefferson, 2023)

Antídoto: To sleep with anger (Charles Burnett, 1990)

Veneno: Anatomie d’une chute (Justine Triet, 2023)

Antídoto: Scenes from a marriage (Scener ur ett äktenskap, Ingmar Bergman, 1973)

Veneno: Barbie (Greta Gerwig, 2023)

Antídoto: Born in flames (Lizzie Borden, 1983)

Veneno: Killers of the flower moon (Martin Scorsese, 2023)

Antídoto: The Exiles (Kent MacKenzie, 1961)

Veneno: Maestro (Bradley Cooper, 2023)

Antídoto: Chronik der Anna Magdalena Bach (Danièle Huillet & Jean-Marie Straub, 1968)

Veneno: Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023)

Antídoto: The Effects of the atomic bomb on Hiroshima and Nagasaki (Sueto Ito, Chozo Obata, etc.,1945)

Veneno: Past lives (Celine Song, 2023)

Antídoto: In the mood for love (Fa yeung nin wah, Wong Kar-Wai, 2000)

Veneno: Poor things (Yorgos Lanthimos, 2023)

Antídoto: Bride of Frankenstein (James Whale, 1935) + Elle (Paul Verhoeven, 2016)

Veneno: The Holdovers (Alexander Payne, 2023)

Antídoto: Merlusse (Marcel Pagnol, 1938)

Veneno: The Zone of interest (Jonathan Glazer, 2023)

Antídoto: Shoah (Claude Lanzmann, 1985)

Una nueva oportunidad

L’ombre des femmes (Philippe Garrel, 2015)

Raramente nos situamos en una posición neutral antes de ver una película, y con las de Philippe Garrel aún menos. Mientras ruedan los primeros créditos se apodera de sus fieles una emoción y unas ganas de compartir parecidas a las que experimentamos al acudir al encuentro con un amigo con el que hacía mucho tiempo que no nos reencontrábamos. Supongo que al final, como ocurre siempre en el cine, y en el arte en general, se trata de estar abiertos y dispuestos a recibir pero, y aquí aparece la excepcionalidad con un cineasta como él, también a darnos incondicionalmente o al menos así lo habíamos sentido siempre antes de Le sel des larmes (2020) y Le grand chariot (2023).

Mientras volvía a ver su última gran película, L’ombre des femmes, me resultaba inevitable pensar en la destreza con la que Garrel no solo puede habitar en el mismo filme dos tiempos simultáneamente, sino también en el mismo plano, lo cual es bastante más complicado e inusual. Sus cintas viven en parte, sin sombra de nostalgia o patetismo, en la Nouvelle vague, en Mayo del 68 y en la posnouvelle vague, pero igualmente aquí y ahora —van dirigidas a nosotros, espectadores de hoy—, hasta el punto de que si no salimos de los apartamentos y no acabamos viendo un móvil, un coche o algún elemento delator del mobiliario urbano o del vestuario, podríamos pensar que estamos ante una obra fechada en los años 60 o primeros 70. La fotografía en blanco y negro ayuda, cierto, sin embargo se trata de algo más complejo y profundo, está dentro de las imágenes, animándolas, poniéndolas en marcha, insuflándoles vida, conectándolas con nuestro imaginario, con nuestra memoria afectiva: queremos ser hijos de aquello, somos en parte hijos de todo aquello…, no hemos olvidado ni una sola imagen, e incluso, y esto es lo más sorprendente, creemos haber vivido, sin haberlo hecho, todos esos momentos gracias a lo que nos legó, con infinito riesgo e inagotable amor, la Nouvelle vague ¿En verdad hace falta haber vivido algo para haberlo experimentado emocional y afectivamente?

L’ombre des femmes es de nuevo la historia de un hombre y una mujer —el par de amantes de los protagonistas carece de entidad, excepto para ayudar a que el guion progrese—, y también la historia del cinematógrafo: la de una moviola que consigue unir dos planos, y dos manos, en una de los grandes momentos de la larga obra garreliana. Él es un documentalista, cerrado, taciturno y algo desabrido; ella es su montadora y ayudante, y a un tiempo la paciente compañera que intuimos ha ido mucho más allá de lo que nosotros como espectadores podemos ir en el conocimiento de él; es decir, ha visto lo que tan solo alcanzaremos a ver fugazmente en la última secuencia y tal vez eso ayude a explicar mejor su amor. Salvo en las dos ocasiones en que lo hace en primera persona, por cierto, definitivas para llegar al corazón de su pareja de intérpretes, en las demás un narrador en off de voz neutra y algo apresurada que pertenece a Louis Garrel, hijo del cineasta y presencia habitual en sus últimas películas, nos revela información importante sobre el carácter del protagonista masculino (probablemente, como espectadores ya lo intuíamos y hasta puede que más tarde acabemos confirmándolo a partir de sus acciones); pero como ocurre con casi todo narrador omnisciente, este también acaba dirigiendo nuestro punto de vista hacia una determinada dirección, a veces incluso cuando aún no estaba tan claro que quisiéramos andar ese camino ni que las imágenes y los diálogos nos estuvieran conduciendo forzosamente hacia esa idea (cfr. el derecho que el protagonista, como hombre, creía tener para amar a cualquier mujer sin dar más explicaciones y sin tener en cuenta a su pareja).

Esa visión, esa lectura —¿femenina? del protagonista, y que tal vez proceda de las aportaciones en el guion de la mujer de Garrel, Caroline Deruas, y de Arlette Langmann— delata el punto fuerte y al mismo tiempo débil de L’ombre des femmes: su generosa solidaridad con el personaje femenino hasta el punto de simplificar y empequeñecer un poco su dibujo del masculino. Si aquel innecesario comentario en off sobre su credo como macho nos molesta por el traicionero subrayado, aunque a la postre acabe siendo cierto y las imágenes lo confirmen, la empatía con el personaje que interpreta Clotilde Courau nos regala a cambio líneas de diálogo tan estremecedoras, y cargadas de sabiduría, como las que espeta a su marido cuando este le pregunta: «¿Quién te ha dicho que yo te he sido infiel?». La respuesta de ella no puede ser más inteligente, observadora y femenina: «Tú… con tu forma de hablarme, de acostarte a mi lado, de mirarme».

Probablemente nadie haya filmado nunca a una mujer en un dormitorio como lo ha hecho a menudo Garrel. Su galería de mujeres de espaldas mirando por una ventana o avanzando hacia el protagonista son de una belleza y de una hondura poética probablemente sin parangón en toda la historia del cine. En L’ombre des femmes hay otro de esos instantes para el recuerdo: Clotilde Courau entra tímidamente en cuadro desde la habitación contigua ante la susurrante llamada de su esposo que la aguarda en el lecho. La mirada que Garrel consigue extraer de su actriz, mientras se aproxima lentamente a Stanislas Merhar —y la calculada puesta en escena del encuentro—, atesora todas esas cualidades indescriptibles del magisterio del autor de La Cicatrice intérieure (1972).

Por otra parte, la presencia de un actor tan sutil e inteligente como Merhar —no es casualidad que Chantal Akerman lo adorase— empuja el último Garrel en una dirección distinta a sus anteriores cintas protagonizadas por su hijo Louis. Al contrario que este, Merhar es más hermético, se cierra más, su ceguera es más patética y profunda, más dramática, sobre todo porque tiene algo de condena, de prisión, y eso es precisamente lo que hace tan emocionante la secuencia final donde lo vemos afectuoso, necesitado, capaz de mostrarse, cosa que no había hecho hasta entonces, ni tan siquiera cuando airadamente le solicitaba a su esposa que se marchara de casa y lo dejase en paz mientras esta le imploraba explicaciones y apertura, que se mostrase sin máscaras ni coartadas. Aquí es necesario que volvamos al momento precedente de la ruptura de Clotilde Courau con su amante: la cámara la sigue desde atrás, y tras la separación Garrel decide no volver a ella sino permanecer unos segundos con el hombre abandonado, con su pérdida; como si el cineasta, pese a que el personaje no esté ni tan siquiera construido en el guion, además de abrazar su dolor, se disculpara con el actor y el personaje por haberlos dibujado con tinta invisible.

Las repeticiones de Garrel son bellas —nos gusta reconocer lo que amamos de nuestros amigos—, aunque también es interesante estar atento a sus cambios, a sus modulaciones tonales, a sus búsquedas, a sus derivas. Después de varias películas en las que el protagonista masculino se suicidaba tras la separación —Garrel ha exorcizado muchas cosas a través de esos suicidios cinematográficos—, llevamos sin embargo dos seguidas, La Jalousie (2013) y esta, en la que eso no ocurre. En la anterior había un intento, que quedaba solo en eso, en intento, y aquí ya ni lo hay (y eso que los planos de Merhar, y el carácter de su personaje mientras vivía el duelo por la pérdida de su pareja nos llevaron a pensar que podría producirse nuevamente el fatal desenlace). Por el contrario, el filme acaba con un reencuentro, con un reinicio de la relación. No obstante, ese eufórico —y tal vez hasta improvisado— mordisco final de Merhar a Courau en el cuello dispara el final en muchas direcciones, algunas contradictorias: parece un gesto de liberación, de expresión amorosa de un hombre hasta entonces amurallado y parco en sus muestras de afecto. También ilustra probablemente un nuevo intento por salvar la relación, pero tiene también algo de vampírico: ¿guiño a la vampirización de un amante por el otro?, ¿tal vez a la vampirización del artista a sus colaboradores?, ¿o se trata simplemente de la histórica vampirización de la mujer por el hombre? ¡Quién sabe! Nosotros, como Garrel, preferimos no forzar la revelación del misterio.

N.B.: este artículo lo escribí hace 8 años para el estreno de L’ombre des femmes y lo recupero ahora con algunos arreglos con motivo del visionado de la decepcionante Le grand chariot.

Al otro lado de la tradición

Esta fue la lista de 100 títulos que envié a la solicitud de quienes llevan la encuesta Beyond the canon. Se nos pedía un centenar de películas que no hubieran recibido ni un solo voto en el famoso Poll de Sight & Sound y que fueran largometrajes [1], lo que además de un divertido reto condicionaba muchas de las elecciones de este listado; hay por lo tanto varios de mis cineastas preferidos que no están aquí simplemente porque las películas que me apetecía incluir ya aparecían en la citada votación de la revista británica. Entiéndase pues la siguiente relación de obras como un deseo de ir más allá de lo recurrente sugiriendo cintas menos conocidas en vez de una herramienta para detectar mis autores de cabecera; aunque algunos de ellos también estén aquí presentes, probablemente los que al ser menos populares veían como muchas de sus obras maestras no recibían ni una sola mención o quienes siendo muy populares sufrían la exclusión de algunos de sus grandes filmes (los casos menos frecuentes) por vaya usted a saber qué misteriosos azares. Para terminar diré que sólo dos cineastas tienen más de una película en este Top 100 beyond the canon.

1-Aerograd (Aleksandr Dovzhenko, 1935)
2-Aïe (Sophie Fillières, 2000)
3-Andesu no hanayome (Susumu Hani, 1966)
4-L’Annonce faite á Marie (Alain Cuny, 1991)
5-L’Argent (Marcel L’Herbier, 1928)
6-Ashani sanket (Distant thunder, Satyajit Ray, 1973)
7-Atti degli apostoli (Roberto Rossellini, 1969)
8-Baara (Souleymane Cissé, 1978)
9-Bayan Ko: kapit sa patalim (Lino Brocka, 1984)
10-Bérénice (Raúl Ruiz, 1983)
11-Beyond a reasonable doubt (Fritz Lang, 1956)
12-Blue scar (Jill Craigie, 1949)
13-Borets i kloun (The Wrestler and the clown, Boris Barnet, 1957)
14-The Boy with green hair (Joseph Losey, 1948)
15-Cada ver es… (Ángel García del Val, 1981)
16-Os Canibais (The Cannibals, Manoel de Oliveira, 1988)
17-Cerrar los ojos (Close your eyes, Víctor Erice, 2023)
18-Cinq et la peau (Five and the skin, Pierre Rissient, 1982)
19-La Condanna (The Conviction, Marco Bellocchio, 1991)
20-Les Dames du Bois de Bologne (The Ladies of the Bois de Boulogne, Robert Bresson, 1945)
21-De Mayerling à Sarajevo (Max Ophüls, 1940)
22-Déjà s’envole la fleur maigre (Paul Meyer, 1960)
23-Diane (Alan Clarke, 1975)
24-Dorogoy tsenoy (At great cost, Marc Donskoï, 1957)
25-Le Doulos (Jean-Pierre Melville, 1962)

26-Eadweard Muybridge, Zoopraxographer (Thom Andersen, Fay Andersen, Morgan Fisher,
1975)
27-Faux fuyants (Subterfuge, Alain Bergala, Jean Pierre Limosin, 1983)
28-La Femme de nulle part (The Woman from nowhere, Louis Delluc, 1922)
29-La Femme qui pleure (The Crying woman, Jacques Doillon, 1979)
30-Fires were started (Humphrey Jennings, 1943)
31-France/tour/détour/deux/enfants (Jean-Luc Godard, 1980)
32-Gerry (Gus Van Sant, 2002)
33-Goldflocken (Werner Schroeter, 1976)
34-El gran calavera (The Great madcap, Luis Buñuel, 1949)
35-De Grote vakantie (Johan van der Keuken, 2000)
36-Gueule d’amour (Lady killer, Jean Grémillon, 1937)
37-Haru no mezame (Spring awakens, Mikio Naruse, 1947)
38-Haut bas fragile (Up, Down, Fragile, Jacques Rivette, 1995)
39-Heaven can wait (Ernst Lubitsch, 1943)
40-Un hombre va por el camino (Manuel Mur Oti, 1949)
41-Honeymoon (Dan Sallitt, 1998)
42-Identificazione di una donna (Identification of a woman, Michelangelo Antonioni, 1982)
43-The Inside story (Allan Dwan, 1948)
44-J’Accuse! (Abel Gance, 1938)
45-Je l’ai été 3 fois! (I was it three times, Sacha Guitry, 1952)
46-Je t’ai dans la peau (Jean-Pierre Thorn, 1990)
47-Jeanne la Pucelle (Joan the Maid, Jacques Rivette, 1994)
48-J’entends plus la guitare (I can no longer here the guitar, Philippe Garrel, 1991)
49-Un jeu brutal (A brutal game, Jean-Claude Brisseau, 1983)
50-Des journées entières dans les arbres (Marguerite Duras, 1977)
51-Judex (Louis Feuillade, 1916)
52-Karl May (Hans-Jürgen Syberberg, 1974)

53-Kaze no naka no kodomo (Children in the wind, Hiroshi Shimizu, 1937)*
54-Koenigsmark (The Secret spring, Leónce Perret, 1923)
55-Lettre de Sibérie (Letter from Siberia, Chris Marker, 1958)
56-The Lusty men (Nicholas Ray, 1952)
57-La Machine (Paul Vecchiali, 1977)
58-The Mad songs of Fernanda Hussein (John Gianvito, 2001)
59-Madregilda (Francisco Regueiro, 1993)
60-Magnificent Obsession (John M. Stahl, 1935)
61-Maine Ocean (Jacques Rozier, 1986)
62-Maman Colibri (Julien Duvivier, 1929)
63-Maria do Mar (José Leitao de Barros, 1930)
64-Mati Manas (The Mind of clay, Mani Kaul, 1985)
65-Maya Darpan (Kumar Shahani, 1972)
66-Memórias de um estrangulador de loiras (Júlio Bressane, 1971)
67-Mossafer (The Traveller, Abbas Kiarostami, 1974)
68-O Movimento das coisas (Manuela Serra, 1985)
69-Nationalité immigré (Sidney Sokhona, 1967)
70-The Neon bible (Terence Davies, 1995)
71-The New centurions (Richard Fleischer, 1972)
72-‘Non’, ou A Vã Glória de Mandar (Manoel de Oliveira, 1990)
73-Not wanted (Ida Lupino, 1949)
74-Okayo no kakugo (Yasujirô Shimazu, 1939)
75-Os fuzis (The Guns, Ruy Guerra, 1964)
76-Oublie-moi (Forget me, Noémie Lvovsky, 1994)
77-Passe montagne (Jean-François Stévenin, 1978)
78-Passe ton bac d’abord… (Graduate first, Maurice Pialat, 1978)
79-Peaux des vaches (Thick skinned, Patricia Mazuy, 1989)

80-Pourquoi Israël (Israel, why, Claude Lanzmann, 1973)
81-Les Oliviers de la justice (The Olive trees of justice, James Blue, 1962)
82-Portrait d’une jeune fille de la fin des années 60 à Bruxelles (Chantal Akerman, 1994)
83-Regain (Harvest, Marcel Pagnol, 1937)
84-Reifezeit (Sohrab Shahid Shaless, 1976)
85-Relasyon (Ishmael Bernal, 1982)
86-Remember the day (Henry King, 1941)
87-Il segreto del bosco vecchio (The secret of the old woods, Ermanno Olmi, 1993)
88-Shiranuikai (The Shiranui sea, Noriaki Tsuchimoto, 1975)
89-The Shooting (Monte Hellman, 1966)
90-Silvestre (João César Monteiro, 1981)
91-Smilin’ Through (Frank Borzage, 1941)
92-The Struggle (David Wark Griffith, 1931)
93-Le Testament du Docteur Cordelier (Experiment in evil, Jean Renoir, 1959)
94-Tiburoneros (Luis Alcoriza, 1963)
95-La Torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944)
96-Treno popolare (Raffaello Matarazzo, 1933)
97-Two rode together (John Ford, 1961)
98-Vedreva (The Plea, Tengiz Abuladze, 1967)
99-Viagem aos seios de Duília (Carlos Hugo Christensen, 1965)
100-Yuki fujin ezu (Portrait of Madame Yuki, Kenji Mizoguchi, 1950)

Días después de enviado el listado aún me asaltaban muchos dolorosos olvidos, añado algunos de los primeros que se me vinieron a la cabeza por si a alguien le pudieran interesar:

-Les belles manières (Jean-Claude Guiguet, 1978)
-Certaines nouvelles (Jacques Davila, 1976-80)
-Le Jour des rois (Marie-Claude Treilhou, 1991)
-Julie est amoureuse (Vincent Dietschy, 1998)
-Le Théâtre des matières (Jean-Claude Biette, 1977)


Aquí se pueden consultar los 4.367 títulos que recibieron algún voto en el Poll de S&S y que por lo tanto eran inelegibles: https://docs.google.com/spreadsheets/d/1zR2_O_uoz4R_w9oXEC8m33BZ2I7ImsS7h1Y0rUjsNy0/edit?usp=sharingrnrn


1. Only feature-length films are eligible. We are taking CNC’s definition of feature-length film: longer than 1,600 metres (5,200 ft), which is 58 minutes at 24 fps.

*Un error en mi interpretación de la votación de S&S me impidió seleccionar la película de Shimizu Hachi no su no kodomotachi (Children of the beehive, 1948) (la que aparecía votada era la secuela, del mismo director y muy parecido título, del 51 que desconozco y con la que la confundí), en su defecto incluí la citada.

Top Ten 2023

El cineasta vasco Víctor Erice dirigiendo a Ana Torrent durante el rodaje de ‘Cerrar los ojos’.

Cerramos el año con la que suele ser la entrada más visitada de El Kinetoscopio digital, aunque esta vez va a tener difícil superar el aluvión de visitas que recibió la dedicada a la vuelta al largometraje de Víctor Erice, lo cual es una buena señal. Podemos empezar diciendo que fue un buen año; cualquier temporada que tenga en un Top una película de Erice y otra de Kaurismäki forzosamente tiene que haber sido un buen año, si a eso le sumamos que me es imposible quedarme con tan sólo diez títulos la cosa se pone casi que para tocar campanas y tirar cohetes.

Hay en todo caso importantes signos de alarma: casi ni una película francesa (una y de 2022, aunque excelente) y ni una norteamericana. Estados Unidos sigue con su conversión del cinematógrafo en un circo de tres pistas cada día más ridículo (al laboratorio neoliberal parece que ya no le interesa el cine o sólo muy esporádicamente) y Francia continúa sin encontrar solventes relevos a la desaparición paulatina y consecutiva de varias de las generaciones de cineastas más interesantes de su historia.

Cuando Hollywood está por endiosar los últimos bodrios de Nolan —que si ya era pesado como director de películas de entretenimiento, disfrazado de supuesto autor serio no hay dios que lo aguante— y Scorsese —degradado de maravilloso narrador volador (Goodfellas, Casino) en moroso narrador que se arrastra (The Irishman, Killers of the flower moon)— es mejor recoger bártulos y salir huyendo de todo lo que esta fábrica de desperdicios tiene que ofrecer; y eso que a alguien en su sano juicio se le ocurrió no hacer coincidir en la misma añada las nuevas correrías de Nolan, Lanthimos y Villeneuve y convertir así un annus mirabilis en un annus horribilis. A costa de resultar chocante, e incluso ofensivo, y estando a años luz de ser excelentes películas, prefiero los locos y a ratos arriesgados disparates de Ari Aster (Beau is afraid, 2023) y Wes Anderson (Asteroid city, 2023; o los cuatro cortos que hizo para Netflix, bastante mejores que su largometraje) que la mayoría de propuestas que llegaron desde allí, ¡adiós Fincher, adiós! Por otra parte, y aunque resulte obsceno pero al mismo tiempo paradójicamente admirable, celebramos que aún exista un extraño lugar donde hay dinero, productores y compañías dispuestos a arriesgarlo para que un autor pueda hacer una película como la que hicieron Anderson o Aster, obras que están lejísimos de mostrar que su único objetivo, de hecho ni tan siquiera el principal, fuera el de ganar pasta, aunque luego, como le ha ocurrido a Asteroid city, la terminaran ganando, demostración de que aún quedan más públicos, y más Hollywoods, posibles de lo que a muchos les gustaría pensar.

Resumiendo, al cine esta temporada lo salvó (algo más que salvarlo, digamos que lo llevó al séptimo cielo) la periferia: Argentina (x2), Australia, Bélgica, España, Finlandia, Irlanda, Vietnam y la que antaño fuera una gran potencia, Italia, y que todavía mantiene algún veterano genial (Bellocchio; Moretti, aunque para mí, y aunque esté en minoría, no en esta ocasión) más algo de savia nueva (Rohrwacher). Me gusta también, e incluso me emociona de cara al futuro, la mezcla en esta lista de veteranos que regresan (Kaurismäki, Erice) o que nunca se fueron (Bellocchio) conviviendo con gente más joven. Hubo incluso espacio para algún esperanzador debut (el de Thien An Pham) o para ilusionantes visitantes ocasionales (David Easteal) que tal vez retornen a su actividad laboral habitual y no vuelvan a acercarse más al cine.

Para terminar, atesoro no obstante otro puñado de obras destacables que aunque al final se quedaron algo lejos de los títulos que componen este Top quiero nombrarlas: Un Prince (Pierre Creton, 2023), Unrueh (Cyril Schäublin, 2022), Lost country (Vladimir Perisic, 2023), Légua (João Miller Guerra & Filipa Reis, 2023), L’été dernier (Catherine Breillat, 2023) y Do not expect too much from the end of the world (Nu astepta prea mult de la sfârsitul lumii, Radu Jude, 2023).

Así que sin ánimo de dar más la tabarra me voy a celebrar las fiestas y os dejo con algunas bellísimas y muy emocionantes resistencias del presente y esperanzas del futuro.

N.B.: hay 6 películas en este listado que incluyen en su título un link a otras tantas críticas, 2 del amigo y colega Manuel J. Lombardo (recomiendo encarecidamente la lectura de su texto sobre La Chimera) y 4 de un servidor.

1. Cerrar los ojos (Víctor Erice, 2023)

2. Fallen leaves (Kuolleet lehdet, Aki Kaurismäki, 2023)

3. The Plains (David Easteal, 2022)

4. Here (Bas Devos, 2023)

5. Trenque Lauquen (Laura Citarella, 2022)

6. Los Delincuentes (Rodrigo Moreno, 2023)

7. Inside the yellow cocoon shell (Bên trong vo kén vàng, Thien An Pham, 2023)

8. La Chimera (Alice Rohrwacher, 2023)

9. Rapito (Marco Bellocchio, 2023)

10. Bowling Saturne (Patricia Mazuy, 2022)

11. That they may face the rising sun (Pat Collins, 2023)