Muerte de un presidente

Civil war (Alex Garland, 2024)

El contexto:

Aunque Civil war es una película política sin política, y que se aplica lo mínimo en perfilar, tal vez por ser sobradamente conocidos, los antecedentes del clima de crispación y polarización mundiales que ponen en marcha su aterradora distopía, un mínimo ejercicio memorístico-histórico se hace necesario antes de comenzar su análisis. No quiero extenderme demasiado en recordar el actual estado de las cosas, políticas, a nivel global; pero sí me gustaría recordar que este ejercicio, periodístico y judicial, de acoso y derribo que las fuerzas conservadoras llevan ejerciendo desde hace muchos años sobre sus rivales políticos progresistas ni es nuevo ni es una invención de Steve Bannon. El caso de Salvador Allende (documentado en La Batalla de Chile, Patricio Guzmán, 1975) puede ser el más recordado y uno de los más dramáticos, pero es tan sólo uno más en una larga lista que recorre buena parte de la historia contemporánea de nuestras democracias. Antes que Allende, en 1922, el presidente polaco Gabriel Narutowicz, tras sólo cinco días de gobierno, fue asesinado durante una feroz campaña en su contra por parte de la oposición de derechas y la prensa afín. Su breve gobierno, en un clima asfixiante promovido desde la oposición que casi impidió su toma de posesión y que, como digo, terminó con su asesinato a manos de un extremista nacionalista, aparece minuciosamente detallado en Death of a president (Śmierć, prezydenta, 1977), la última película visible de Jerzy Kawalerowicz. En Francia, el gobierno de izquierdas de Léon Blum que, entre sus muchas reformas, había conseguido por primera vez en la historia del país que los trabajadores pudieran disfrutar de vacaciones pagadas, sufrió similar maniobra de acoso y derribo, en la cual se incluyó la ascendencia judía del propio Blum. Los ataques e insultos llegaron a afectar a otros miembros de su gabinete, hasta el punto de que una campaña mediática llevada a cabo por el partido de extrema derecha Action française empujó al ministro del Interior, Roger Salengro, al suicidio, por mucho que este hubiese logrado desacreditar la trama difamatoria.

No se debería olvidar que la última gran guerra que padeció la Humanidad, la II Guerra Mundial, tuvo un importante carácter de guerra civil en no pocos de los países involucrados. Se da el caso, que en naciones como Francia, o en repúblicas de la URSS como Ucrania, una parte de su población, de ideología conservadora, prefería ser gobernada por un invasor fascista (Adolf Hitler) o por un colaboracionista (Philippe Pétain) antes que serlo por un demócrata francés judío y de izquierdas (Léon Blum). No fueron pocos los europeos de ideología fascista que se alistaron voluntariamente en divisiones de las Waffen SS. Franceses, ucranianos, húngaros, letones, estonios, musulmanes de Croacia y Albania, eslovenos, tártaros, cosacos, polacos, yugoslavos, españoles, italianos y hasta cerca de una treintena de distintas nacionalidades europeas tuvieron uniformados como parte de estas unidades de combate que asolaron Europa y masacraron a seis millones de judíos. Este carácter guerracivilista de la II Guerra Mundial es lo que propició al final de la contienda que en países como Francia más de diez mil personas fuesen víctimas de diversos tipos de ejecuciones sumarias por su colaboración con el ejército de ocupación.

Hay quienes piensan, y aquí ya comenzamos a entrar en Civil War, que la inevitable III Guerra Mundial será una guerra civil o un cúmulo de guerras civiles a nivel global que enfrentarán a las fuerzas progresistas y a las reaccionarias —o yendo aún más lejos, a los que controlan la riqueza y los medios de producción y quienes los protegen frente a los cada vez más y en mayor medida desposeídos de estos—. El conflicto, como todos aquellos a escala planetaria, sería, de terminar produciéndose, probablemente devastador, pero daría paso obligado a un diferente modelo de sociedad. La hipótesis sobre el resultado a largo plazo de la contienda no es difícil de adivinar y Garland apuesta sobre seguro. A poco que se repase la evolución de la vida humana en el planeta se concluirá que, a pesar de sus traspiés, retrasos y alteraciones, la historia de la Humanidad, desde que bajamos de los árboles y dejamos de andar a cuatro patas, es la inexorable historia del cambio y el progreso, aunque, claro está, siempre al borde de la autoaniquilación.

La película:

De entrada hay que reconocerle a Garland y a los malvados ejecutivos de A24 —que no sólo hacen películas para llenar cabeceras de diarios; First cow, por ejemplo, es también de esta productora— el nervio y el pulso para atreverse a tocar el aquí y el ¿pasado mañana?, cosa de la que el cine comercial americano suele huir como de la peste. Su cinta convoca una amenaza y un peligro reales, apelando al momento presente, como hacía tiempo que el aparato de gran producción no se atrevía a abordar. Y lo hace tanto aterrorizando, pero sin exagerar lo más mínimo en cómo podría ser una realidad tal, como exorcizando ese miedo al hablar de él en esa ceremonia colectiva que cada vez menos supone ir al cine y debatir de la película a la salida.

En Civil war, los Estados Unidos, en un futuro muy cercano, llevan algunos años inmersos en una sangrienta guerra civil a la que no le falta mucho para asistir a su batalla final con el asalto a Washington DC y la Casa Blanca por las fuerzas secesionistas frente a un presidente acorralado que, en un discurso televisado a la nación, asegura por el contrario que su victoria está cerca. El país se dividió en cuatro grandes bloques, uno de ellos que incluía los estados del noroeste formó una especie de Nuevo ejército popular de tintes maoístas (nótese el chiste de Garland), mientras que los estados del Sureste se aglutinaron en la llamada Alianza de Florida. En el film ninguno de estos bloques tiene peso dramático. Lo peor del conflicto armado se libra entre las fuerzas constitucionalistas del presidente (donde se incluyen todos los estados del nordeste y algunos del centro del país más Nuevo México, Arizona, Nevada, Alaska y Hawaii) y las militarmente poderosas Fuerzas Occidentales, formadas por solo dos estados: California y Texas. Como verán, Garland es lo suficientemente astuto para borrar algunas pistas y aliar en su distopía territorios tradicionalmente antagónicos en su ideología: California y Texas, o poner a un presidente de tintes reaccionarios protegido por los estados del nordeste del país, de ideología progresista, en coalición con otros históricamente conservadores.

Por la poca información que la película suministra, el presidente del país sigue siendo un jefe de estado democráticamente elegido —y ya en su tercer mandato, lo que habría supuesto una reforma constitucional, pero no recuerdo que se haga el menor énfasis en esto; y que, entre otros cambios, ha suprimido el FBI— y Estados Unidos una república. Es cierto que se le dibuja en cuatro pinceladas como un conservador e incluso un reaccionario, pero eso no lo convierte ni en un dictador ni en un tirano al que sea legítimo derrocar mediante una insurrección armada, como obviamente tampoco lo sería de haber sido un izquierdista. Los periodistas que protagonizan la película, y que pretenden llegar a Washington DC antes que las tropas secesionistas para hacerle una última entrevista, lo comparan con Ceaucescu, Mussolini o Gadafi, pero aquellos no eran presidentes democráticos sino dictadores; estos mismos informadores aseveran también que durante el conflicto bélico ha llegado a bombardear a civiles. La cinta de Garland, que sólo está narrada desde un punto de vista (el de los periodistas, cuya línea editorial jamás se menciona, aunque sí, de pasada, el New York Times, y el de las tropas, digámoslo ya, golpistas), se cuida mucho, como ya he dicho, de revelar el contexto político, más allá de pequeños apuntes, por aquí y por allá, que pueden emparentar al presidente con un sucedáneo de Donald Trump. Todas estas decisiones de Garland hacen su pesadilla más incómoda, terrible y desasosegante.

En efecto, si en vez de un presidente que recuerda a Trump, la película hubiera colocado en su lugar a un tipo con aire a lo Biden, o incluso negro, asaltado por una turba armada con banderas, escopetas recortadas, bombas caseras y disfrazada de mamarracho, todos habríamos reconocido, pese a la creíble amenaza, la apuesta a lo seguro, sin el menor riesgo cinematográfico; en cambio, Garland nos presenta a un ejército regular (ojo a la inquietante insignia de las tropas asaltantes con la bandera americana con las barras y sólo las dos estrellas de California y Texas) con armas de ultimísima generación tomando al asedio la Casa Blanca, en una encarnizada batalla que recuerda el asalto al Reichstag durante la II Guerra Mundial, y ejecutando a sangre fría a un implorante presidente como si este fuera Osama Bin Laden. Todo ello narrado desde el punto de vista de los asaltantes, no de los defensores constitucionalistas, cuando el cine americano siempre se había colocado en este tipo de relatos de parte de los resistentes ante el asalto, de los defensores de la legalidad, el orden y el statu quo, fuera en westerns, en películas policíacas, de aventuras o en cintas de vampiros, extraterrestres, zombis, etc.

Al emprender este topsy-turvy endiablado, al tomar todas estas decisiones discutibles y polémicas colocándose al otro lado, Garland habrá incomodado por igual a republicanos y a demócratas. A los primeros porque el presidente, con un marcado tufillo fascistoide a lo Trump, es derrotado, puesto de rodillas y ejecutado; y a los segundos porque aún enfrentados a un demagogo populista, con serias opciones de ganar las próximas elecciones presidenciales, los coloca esta vez como los asaltantes y les muestra el devastador resultado de un trauma nacional de este calibre cuyos efectos serían incalculables.

Como decía al principio de esta entrada, Civil war es una película política sin política, pero también una película de zombis sin zombis (Romero ha sido estudiado de cabo a rabo, véase la inolvidable foto fija con la que se cierra). La primera media hora muestra un tipo de devastación postapocalíptica que hasta ahora sólo habíamos visto en el cine americano en films donde el país se veía asediado por plagas, invasiones alienígenas, monstruos gigantescos o muertos vivientes, ahora es otro tipo de violencia, cercana y reconocible, la que la ha producido. Garland, probablemente asustado, se detiene a la media hora, justo cuando muestra los ajustes de cuentas civiles de una guerra civil, las torturas y ejecuciones por parte de civiles armados de aquel jefe al que siempre odié, de aquella pareja que me abandonó o de tal o cual vecino con el que siempre estuve enemistado.

Es justo ahí, tras esa aterradora declaración de intenciones —probablemente no queriendo hacer de Civil war una escalada insoportable que obligara al público a tener que abandonar el cine y perderse su traumático, impresionante y a la postre aleccionador final—, cuando a Garland se le va la película a no se sabe dónde. Durante 40 minutos o más, el cinéfilo curtido y decente deseará más de una vez irse de la sala no sólo ante la incapacidad de su director por seguir con la obra que había comenzado sino por su indecencia a la hora de mostrar, por ejemplo, a soldados federales rendidos fusilados sobre la marcha por los insurrectos a golpe de rap colocado por él mismo en la banda sonora incidental. Tras una buena ducha de tropelías y absurdos de dirección y guion —ese pueblo resplandeciente ajeno a la guerra; el énfasis en los dilemas del reportero de guerra mil veces vistos antes en obras mil veces mejores—, Garland por fin vuelve a la sensatez con una escena escalofriante, que recuerda a la guerra de Yugoslavia (otra guerra civil, como el inicio de la de Corea, Vietnam e incluso ahora la de Ucrania), al borde de una fosa común donde Jesse Plemons, en cinco minutos, entrega una de las grandes interpretaciones del año. Esa escena puede servir de coartada para quienes señalan el carácter xenófobo, y de limpieza étnica, del presidente y por ende de las tropas constitucionalistas. Pero en la ficción lo que vemos son sólo tres soldados perdidos como responsables solitarios de esa barbarie, nada se nos dice que haga suponer que representan al ejército y a la ideología gubernamentales (incluso un personaje llega a decir que no parecen soldados del gobierno), y mucho menos que tengan carta blanca para estar cometiendo los crímenes de guerra que están cometiendo impunemente.

Esa excelente escena, aunque mal e increíblemente resuelta, vuelve, como digo, a meter a Garland en el meollo. Los 40 últimos minutos, con la batalla de Washington, el asalto a la Casa Blanca y los periodistas protagonistas empotrados entre las tropas golpistas, son de los que te persiguen y no te sueltan durante semanas. Uno piensa que Garland no se va a atrever a llegar hasta el final, pero sí lo hace, y con todas las consecuencias, tanto como se atrevía el viejo Aldrich en la feroz, y de visión obligada hoy más que nunca, Twilight last gleaming (1977) en su versión sin censura de 166 minutos. Ahí, casi sin advertencia previa, Civil war le tira a la cara al pueblo americano su peor pesadilla y le enseña al mismo tiempo su peor monstruo, que, aviso para navegantes, no es propiedad exclusiva de ellos.

Al final, mientras ruedan los títulos de crédito con esa terrible foto que nos remite a Night of the living dead (George A. Romero, 1968), no sabes si el film de Garland es una gran película golpista (demócratamente golpista, ya saben que Hollywood siempre ha sido demócrata y no republicano) o una película subversiva que se siente culpable de ello, probablemente ambas cosas. Lo de golpista ya lo he explicado, en Civil war sólo vemos el punto de vista de los secesionistas, estamos siempre al lado de los asaltantes, casi celebramos su macabra victoria, por lo menos hasta esa imagen final que nos devuelve congelado nuestro peor contraplano. Pero también subversiva, porque mostrar un símbolo como la Casa Blanca acribillado sala a sala y al presidente de Estados Unidos, cuyo poder e influencia en el mundo y cuya opresión sobre muchos países ha sido y es incontestable, derrotado y ejecutado por una facción de sus propias tropas es una imagen tan potentemente subversiva como gozosamente anarquista. Cuando tenía veinte años, Civil war me hubiera entusiasmado por la valentía de su cariz subversivo, hoy, ya en la cincuentena, me aterroriza su sesgo golpista, aunque este sirviera a mi propia causa.

Lettre de cinéma

Querido amigo, esta es la carta de alguien que no tiene muchas ganas de escribir, pero como siempre me insistes en que te cuente por dónde andorrea mi pensamiento cinematográfico aquí te dejo cuatro letras desordenadas con la esperanza de que rescates un par de ideas entre mi habitual selva de descontento.

Finalmente pusimos los dos Kiarostamis en la Filmoteca, incluso logré traer a Manuel para presentar el segundo. Lo que más me impresionó al volver a verlos ahora es cómo en cinco años, y a través de unos documentales sobre la infancia y la educación, Kiarostami consigue mostrar, de tapadillo, de qué forma los sueños revolucionarios se han transformado en una pesadilla religioso-totalitaria en un período tan corto. Como siempre ocurre con él, te pasas todo el tiempo preguntándote dónde acaba el documental y dónde comienza la ficción (también me suele ocurrir con Robert Kramer): muchas veces no lo oculta, hay escenas donde evidentemente hay puesta en escena y con ella intuimos que guion y ficción, además de uso de música incidental. Pero luego hay otras donde dentro de la escena hay cortes y cambios de plano con nueva posición de la cámara (por no hablar de los contraplanos de reacción, rodados a posteriori, muchos de ellos incluso otro día y en otra localización) que obligan a pensar que, dado que muy probablemente no se ha rodado con multicámara, Kiarostami ha guionizado, planificado, editado y dirigido a las personas como si fueran actores a pesar del carácter documental de toda la escena. Su insistencia en mostrar el dispositivo en Homework (los contraplanos insistentes del cámara) te impide olvidarte de que estás ante una película y no ante la realidad. Es imposible, sin haber estado presente en los rodajes, saber qué escenas son reales, cuáles inventadas en su totalidad o cuáles, a partir de algo verdadero, dirigidas en una determinada dirección que sirviera a los intereses dramáticos, sociales y políticos que Kiarostami quería mostrar y/o denunciar. En Homework llega muy lejos, el director de escuela amable y paciente de Avaliha, probablemente aún imbuido de los sueños revolucionarios, se ha convertido en un interrogador, frío y seco, encarnado por el propio Kiarostami, que parece remitir en esa habitación sin ventanas a otro tipo de interrogatorio que anticipa la cámara de tortura; ni siquiera la presencia del equipo de rodaje suaviza su carácter intimidatorio, ya que también solía haber grabadoras, focos y cámaras de cine registrando los interrogatorios en los regímenes dictatoriales. Me pregunto si Kiarostami estaba también denunciando en Homework las purgas políticas que seguramente ya habían comenzado en Irán. Si lo hizo, los censores no se percataron, lo que da muestras de lo fino de su mecanismo denunciatorio escondido en un sensacional documental sobre los deberes escolares en la infancia.

Mientras unas cuarenta personas iban a ver ese hermoso e inquietante díptico de Kiarostami, siempre tan inteligente a la hora de redefinir las fronteras entre documental y ficción, el muerto viviente de Wim Wenders conseguía meter doscientas en la sala grande de la Filmo y dejar incluso gente fuera con su última película, en cartel durante semanas en los cines comerciales de la ciudad. Recuerdo que me dijiste que Perfect days gusta porque el cine no huele y porque la mayoría de sus admiradores tiene delegada la tarea de limpiar sus propios inodoros; eso, añado yo, y que está rodada en Japón, porque si fueran los aseos de la Feria de Sevilla nadie la habría soportado. Es decepcionante cómo la ha vuelto a colar el viejo Wim, que la lleva colando casi toda su vida; supongo que con este éxito tendrá asegurado el rodaje de otros tres o cuatro bodrios, amables e inútiles, más. Álvaro Arroba me contaba que la verdadera película del buen Wenders (ese que murió hace muchísimas décadas) la había hecho el año pasado Ilya Povolotsky, Grace. Como casi siempre, Álvaro tiene razón, Wenders habría matado por hacer a sus años algo como Grace… o no, y ahí está su drama cinematográfico que corre paralelo a su éxito empresarial.

La cartelera de provincias es un asco, tú que vives en un país y una ciudad cinematográficamente civilizados no tienes ese problema, pero aquí, por ejemplo, Rohrwacher ha llegado con una copia (Bellocchio ni llegó) y en un solo pase. La Chimera no gustará, casi nadie la verá en los secos páramos donde reinan Wenders y Lanthimos. Pobre Arthur en busca de su hilo de Ariadna.

La otra noche volví a ver con mi mujer The Verdict (1982), ella no la había visto nunca, y si no recuerdo mal tú y yo fuimos al estreno cuando éramos jóvenes y despreocupadamente idiotas, no especialmente por ir a ver The Verdict sino por todo en general. Forma parte de ese cine que ya no soporto, pese a que Newman está muy bien como actor cansado de tanta tontería, incluida la del propio cine. Mason y Warden hacen su numerito y David Mamet entrega un guion donde es imposible que el director pueda escaparse de sus zarpas. El libreto de Mamet tiene todo lo que debe tener un «buen guion de hierro» (salvo el prescindible personaje de Rampling y la charleta exculpatoria de Warden contándole el lastimoso pasado de Newman), de esos que habría que tirar directamente a la basura pero que funcionan de maravilla en el cine industrial. Mamet en los años ochenta parió algunos de ellos hasta que, como buen capitalista, decidió que su empresa debía ganar mucho más el año siguiente que el anterior (o si no, como suelen decir estos cabrones, entraba en pérdidas) y decidió pasar de guionista eficaz a director irrelevante. Lo más interesante de The Verdict es Lumet (capaz de lo mejor y de lo peor sin solución de continuidad, véase Daniel, rodada al año siguiente), como lo más interesante de The Untouchables, también con guion de Mamet, era De Palma. Es curioso que con semejante cepo de Mamet, Lumet ruede la película de una forma absolutamente heterodoxa para el cine industrial norteamericano de los años 80. La cinta está llena de planos generales donde el protagonista aparece a una enorme distancia y, lejos de ser meros planos de situación, Lumet tarda mucho en pasar al plano medio o plano americano y comenzar la tradicional planificación en plano-contraplano, e incluso hay alguna escena donde decide quedarse a distancia y rodarla entera en un plano master con la cámara muy baja. La distancia a la que el cineasta se sitúa y el tiempo que decide dedicar a cada plano (y las razones morales por las que lo hace) son tal vez las dos decisiones más trascendentales en el trabajo de un autor. Este pseudo estilo, un poco oriental en exteriores y otro poco a lo Welles sin barroquismo en interiores, termina siendo el gran acierto de la película y es lo que no sólo permite a esta ser algo más que su guion, sino que muestra el deseo del director por encontrar una forma reveladora y hasta cierto punto personal que vaya más allá de lo evidente, de lo que hay en la superficie de las cosas.

Tenías razón también en lo de la nueva de Hamaguchi, la última cinta importante que me restaba por ver de la temporada pasada. El final es de Anticristo, de Von Trier; no creo que ni él sepa lo que ha querido decir. Mal paso para un tipo que pretende que se le emparente con cineastas grandes, alguno hasta muy cercano, y que nos asalta ahora con esta fechoría que nos trae a la memoria el cine de los peores pornógrafos de nuestro tiempo. Ya te he dicho más de una vez que Hamaguchi en realidad es un guionista que filma, que no es lo mismo que un director. En esta el guionista se zampa a la media hora al prometedor director y se tira el resto de la película eructando.

El año avanza y poco de lo nuevo me ha entusiasmado. Las excepciones fueron Jerome Hiler y su photoroman, aquí foto ensayo, sobre las maravillosas vidrieras catedralicias anteriores al siglo XIV como precedentes del cine, y la última de Bernard Émond, que respeta a la Iglesia católica tanto como Terence Davies se cagaría en ella; por lo demás, formalmente una bella película (aunque me gustaba más la anterior), como todas las de Émond. Otro par de cosas. Por un lado, Small, slow but steady de Shô Miyake (que traía un buen padrino, Fernando Ganzo), que hace bien tres cosas que hacía mal la de Eastwood: no se mete en las basuras de debate de sobremesa sobre la eutanasia, donde sí chapoteaba hasta el cuello el guion del impresentable Paul Haggis; no mitifica, y si lo hace lo reduce a lo mínimo, al personaje del entrenador veterano (ese caramelito, envenenado, no lo iba a desaprovechar Clint); y muestra a la gente trabajando para llegar a fin de mes o pagar el alquiler, eso que el cine americano hace como mucho en una escena y para dar el pego. Y por otra parte, Negu hurbilak, porque tiene mucho mérito comenzar como Tarkovski (Stalker) y terminar como Jean Rouch (Les maîtres fous) dejando silente todo lo indecible.

En realidad, y aunque no lo creas, esto iba a ser una entrada para escribir de Patricia Mazuy, o de Sophie Fillières, o de Noémie Lvovsky o de Sandrine Veysset (busco pistas de ellas en el cine actual pero no las encuentro: Letourneur un poquito, el último Guiraudie), pero no tenía ganas de hacer una entrada al uso, estoy demasiado vago para ello. Insistes en que salvo Mazuy son directoras de una o dos películas, sí, vale, puede, ¡pero qué películas! Ya quisiera yo haber visto a sus homólogas españolas haciendo algo así. Cuando se ruedan films como Y aura-t-il de la neige à Noël?, Martha…Martha, Oublie-moi o Aïe, me pregunto seriamente qué sentido tiene seguir, ¿para qué ‘profesionalizarse’ si ya lo dijiste todo, si ya filmaste una vida en lo que tiene de más hermoso y lacerante? Puedes ser como Mazuy, aparecer, desaparecer, y volver aparecer un poco reinventada, pero Mazuy siendo excelente no toca lo autobiográfico como las otras tres. Mira atentamente esas cuatro películas que cito de Veysset, Lvovsky y Fillières, y dime si no suena a intimidad confesada y disfrazada; eso no tiene por qué hacerlas mejor, cierto, pero sí las convierte en algo irrepetible, de imposible continuidad, salvo que seas Pialat, claro, con quien Veysset o los primeros Mazuy podrían conectar sin esfuerzo. El padre abusador y la doble familia presentada con total normalidad de Y aura-t-il de la neige à Noël? sería algo que Pialat habría filmado con mucho gusto como suyo. Oublie-moi por su parte es un suicidio en pantalla (y ahí está ese voluntario accidente de coche como pocos), la desarmante autoconfesión de una acosadora; hasta la insoportable Valeria está bien en esta deriva histérica como huida frente al terror al abandono, rodada sin embargo con la extraña serenidad que da el paso del tiempo. Y para exorcizar la reciente muerte de Fillières nada mejor que volver a Aïe, donde ya se anunciaba su temprana marcha a su planeta de origen. ¡Qué película más maravillosa, sorprendente e inventiva en cada escena!

Como Maurice Pialat y Jean Eustache van juntos, te comento que también me llegó ya la Integral Eustache, que no es Integral porque no se atrevieron, a ver quién se atreve, a meter Le Cochon. Y sí, como tú dices, es el lanzamiento de la temporada, del año y de la década. Tus chistes sobre las razones del niño, Boris Eustache, para resistirse durante décadas a vender los derechos de las pelis y ahora, de repente, soltar hasta los ceniceros del padre mejor me los guardo, que este no es sitio. Mirando en los extras se ve, efectivamente, que ha rebuscado bien en todos los armarios a ver si había quedado algo de calderilla en el fondo de algún cajón. De todas formas, editar esta joya en los años de Villeneuve, Nolan y Lanthimos es como colocarse a la salida de Barbie intentando vender Notas sobre el cinematógrafo de Bresson. Me dicen, no obstante, que el pack Eustache está funcionando muy bien, lo cual corrobora que los cinéfilos vivimos en grutas durante gran parte del año pero salimos rápidamente al exterior con los ahorros bajo el brazo cuando se filtra algún rayo de sol.

Por fin vi la película por la que McCarthy quería ahorcar a Edward Dmytryk, o por la que un director honesto hubiera entregado con sumo placer su cuello. Give us this day (1949) recuerda, en pequeño, al mejor Losey: el americano y el de aquella memorable peli italiana con Paul Muny, niño y hambre. Nunca había visto a un obrero morir en el tajo de una forma tan espantosa. No se te olvida: una terrible, miserable y dura vida para terminar así. Probablemente la mejor película de Dmytryk (junto con The Sniper) y una buena muestra de ese maravilloso y, desgraciadamente, breve Red Hollywood que tan bien documentó Thom Andersen.

Me preguntas con qué me voy a poner ahora, pues bien, me esperan cuatro largometrajes de Frans van de Staak. Mil gracias por Conte cruel (Gaston Modot, 1930).

Me despido por hoy deseándote lo mejor. No veas nada que yo no vería (y que tú tampoco verías sobrio) e intenta volver a casa sano, salvo y un poco más sabio de lo que te fuiste.

¡Un abrazo!

Santiago