Muerte de un presidente

Civil war (Alex Garland, 2024)

El contexto:

Aunque Civil war es una película política sin política, y que se aplica lo mínimo en perfilar, tal vez por ser sobradamente conocidos, los antecedentes del clima de crispación y polarización mundiales que ponen en marcha su aterradora distopía, un mínimo ejercicio memorístico-histórico se hace necesario antes de comenzar su análisis. No quiero extenderme demasiado en recordar el actual estado de las cosas, políticas, a nivel global; pero sí me gustaría recordar que este ejercicio, periodístico y judicial, de acoso y derribo que las fuerzas conservadoras llevan ejerciendo desde hace muchos años sobre sus rivales políticos progresistas ni es nuevo ni es una invención de Steve Bannon. El caso de Salvador Allende (documentado en La Batalla de Chile, Patricio Guzmán, 1975) puede ser el más recordado y uno de los más dramáticos, pero es tan sólo uno más en una larga lista que recorre buena parte de la historia contemporánea de nuestras democracias. Antes que Allende, en 1922, el presidente polaco Gabriel Narutowicz, tras sólo cinco días de gobierno, fue asesinado durante una feroz campaña en su contra por parte de la oposición de derechas y la prensa afín. Su breve gobierno, en un clima asfixiante promovido desde la oposición que casi impidió su toma de posesión y que, como digo, terminó con su asesinato a manos de un extremista nacionalista, aparece minuciosamente detallado en Death of a president (Śmierć, prezydenta, 1977), la última película visible de Jerzy Kawalerowicz. En Francia, el gobierno de izquierdas de Léon Blum que, entre sus muchas reformas, había conseguido por primera vez en la historia del país que los trabajadores pudieran disfrutar de vacaciones pagadas, sufrió similar maniobra de acoso y derribo, en la cual se incluyó la ascendencia judía del propio Blum. Los ataques e insultos llegaron a afectar a otros miembros de su gabinete, hasta el punto de que una campaña mediática llevada a cabo por el partido de extrema derecha Action française empujó al ministro del Interior, Roger Salengro, al suicidio, por mucho que este hubiese logrado desacreditar la trama difamatoria.

No se debería olvidar que la última gran guerra que padeció la Humanidad, la II Guerra Mundial, tuvo un importante carácter de guerra civil en no pocos de los países involucrados. Se da el caso, que en naciones como Francia, o en repúblicas de la URSS como Ucrania, una parte de su población, de ideología conservadora, prefería ser gobernada por un invasor fascista (Adolf Hitler) o por un colaboracionista (Philippe Pétain) antes que serlo por un demócrata francés judío y de izquierdas (Léon Blum). No fueron pocos los europeos de ideología fascista que se alistaron voluntariamente en divisiones de las Waffen SS. Franceses, ucranianos, húngaros, letones, estonios, musulmanes de Croacia y Albania, eslovenos, tártaros, cosacos, polacos, yugoslavos, españoles, italianos y hasta cerca de una treintena de distintas nacionalidades europeas tuvieron uniformados como parte de estas unidades de combate que asolaron Europa y masacraron a seis millones de judíos. Este carácter guerracivilista de la II Guerra Mundial es lo que propició al final de la contienda que en países como Francia más de diez mil personas fuesen víctimas de diversos tipos de ejecuciones sumarias por su colaboración con el ejército invasor.

Hay quienes piensan, y aquí ya comenzamos a entrar en Civil War, que la inevitable III Guerra Mundial será una guerra civil o un cúmulo de guerras civiles a nivel global que enfrentarán a las fuerzas progresistas y a las reaccionarias —o yendo aún más lejos, a los que controlan la riqueza y los medios de producción y quienes los protegen frente a los cada vez más y en mayor medida desposeídos de estos—. El conflicto, como todos aquellos a escala planetaria, sería, de terminar produciéndose, probablemente devastador, pero daría paso obligado a un diferente modelo de sociedad. La hipótesis sobre el resultado a largo plazo de la contienda no es difícil de adivinar y Garland apuesta sobre seguro. A poco que se repase la evolución de la vida humana en el planeta se concluirá que, a pesar de sus traspiés, retrasos y alteraciones, la historia de la Humanidad, desde que bajamos de los árboles y dejamos de andar a cuatro patas, es la inexorable historia del cambio y el progreso, aunque, claro está, siempre al borde de la autoaniquilación.

La película:

De entrada hay que reconocerle a Garland y a los malvados ejecutivos de A24 —que no sólo hacen películas para llenar cabeceras de diarios; First cow, por ejemplo, es también de esta productora— el nervio y el pulso para atreverse a tocar el aquí y el ¿pasado mañana?, cosa de la que el cine comercial americano suele huir como de la peste. Su cinta convoca una amenaza y un peligro reales, apelando al momento presente, como hacía tiempo que el aparato de gran producción no se atrevía a abordar. Y lo hace tanto aterrorizando, pero sin exagerar lo más mínimo en cómo podría ser una realidad tal, como exorcizando ese miedo al hablar de él en esa ceremonia colectiva que cada vez menos supone ir al cine y debatir de la película a la salida.

En Civil war, los Estados Unidos, en un futuro muy cercano, llevan algunos años inmersos en una sangrienta guerra civil a la que no le falta mucho para asistir a su batalla final con el asalto a Washington DC y la Casa Blanca por las fuerzas secesionistas frente a un presidente acorralado que, en un discurso televisado a la nación, asegura por el contrario que su victoria está cerca. El país se dividió en cuatro grandes bloques, uno de ellos que incluía los estados del noroeste formó una especie de Nuevo ejército popular de tintes maoístas (nótese el chiste de Garland), mientras que los estados del Sureste se aglutinaron en la llamada Alianza de Florida. En el film ninguno de estos bloques tiene peso dramático. Lo peor del conflicto armado se libra entre las fuerzas constitucionalistas del presidente (donde se incluyen todos los estados del nordeste y algunos del centro del país más Nuevo México, Arizona, Nevada, Alaska y Hawaii) y las militarmente poderosas Fuerzas Occidentales, formadas por solo dos estados: California y Texas. Como verán, Garland es lo suficientemente astuto para borrar algunas pistas y aliar en su distopía territorios tradicionalmente antagónicos en su ideología: California y Texas, o poner a un presidente de tintes reaccionarios protegido por los estados del nordeste del país, de ideología progresista, en coalición con otros históricamente conservadores.

Por la poca información que la película suministra, el presidente del país sigue siendo un jefe de estado democráticamente elegido —y ya en su tercer mandato, lo que habría supuesto una reforma constitucional, pero no recuerdo que se haga el menor énfasis en esto; y que, entre otros cambios, ha suprimido el FBI— y Estados Unidos una república. Es cierto que se le dibuja en cuatro pinceladas como un conservador e incluso un reaccionario, pero eso no lo convierte ni en un dictador ni en un tirano al que sea legítimo derrocar mediante una insurrección armada, como obviamente tampoco lo sería de haber sido un izquierdista. Los periodistas que protagonizan la película, y que pretenden llegar a Washington DC antes que las tropas secesionistas para hacerle una última entrevista, lo comparan con Ceaucescu, Mussolini o Gadafi, pero aquellos no eran presidentes democráticos sino dictadores; estos mismos informadores aseveran también que durante el conflicto bélico ha llegado a bombardear a civiles. La cinta de Garland, que sólo está narrada desde un punto de vista (el de los periodistas, cuya línea editorial jamás se menciona, aunque sí, de pasada, el New York Times, y el de las tropas, digámoslo ya, golpistas), se cuida mucho, como ya he dicho, de revelar el contexto político, más allá de pequeños apuntes, por aquí y por allá, que pueden emparentar al presidente con un sucedáneo de Donald Trump. Todas estas decisiones de Garland hacen su pesadilla más incómoda, terrible y desasosegante.

En efecto, si en vez de un presidente que recuerda a Trump, la película hubiera colocado en su lugar a un tipo con aire a lo Biden, o incluso negro, asaltado por una turba armada con banderas, escopetas recortadas, bombas caseras y disfrazada de mamarracho, todos habríamos reconocido, pese a la creíble amenaza, la apuesta a lo seguro, sin el menor riesgo cinematográfico; en cambio, Garland nos presenta a un ejército regular (ojo a la inquietante insignia de las tropas asaltantes con la bandera americana con las barras y sólo las dos estrellas de California y Texas) con armas de ultimísima generación tomando al asedio la Casa Blanca, en una encarnizada batalla que recuerda el asalto al Reichstag durante la II Guerra Mundial, y ejecutando a sangre fría a un implorante presidente como si este fuera Osama Bin Laden. Todo ello narrado desde el punto de vista de los asaltantes, no de los defensores constitucionalistas, cuando el cine americano siempre se había colocado en este tipo de relatos de parte de los resistentes ante el asalto, de los defensores de la legalidad, el orden y el statu quo, fuera en westerns, en películas policíacas, de aventuras o en cintas de vampiros, extraterrestres, zombis, etc.

Al emprender este topsy-turvy endiablado, al tomar todas estas decisiones discutibles y polémicas colocándose al otro lado, Garland habrá incomodado por igual a republicanos y a demócratas. A los primeros porque el presidente, con un marcado tufillo fascistoide a lo Trump, es derrotado, puesto de rodillas y ejecutado; y a los segundos porque aún enfrentados a un demagogo populista, con serias opciones de ganar las próximas elecciones presidenciales, los coloca esta vez como los asaltantes y les muestra el devastador resultado de un trauma nacional de este calibre cuyos efectos serían incalculables.

Como decía al principio de esta entrada, Civil war es una película política sin política, pero también una película de zombis sin zombis (Romero ha sido estudiado de cabo a rabo, véase la inolvidable foto fija con la que se cierra). La primera media hora muestra un tipo de devastación postapocalíptica que hasta ahora sólo habíamos visto en el cine americano en films donde el país se veía asediado por plagas, invasiones alienígenas, monstruos gigantescos o muertos vivientes, ahora es otro tipo de violencia, cercana y reconocible, la que la ha producido. Garland, probablemente asustado, se detiene a la media hora, justo cuando muestra los ajustes de cuentas civiles de una guerra civil, las torturas y ejecuciones por parte de civiles armados de aquel jefe al que siempre odié, de aquella pareja que me abandonó o de tal o cual vecino con el que siempre estuve enemistado.

Es justo ahí, tras esa aterradora declaración de intenciones —probablemente no queriendo hacer de Civil war una escalada insoportable que obligara al público a tener que abandonar el cine y perderse su traumático, impresionante y a la postre aleccionador final—, cuando a Garland se le va la película a no se sabe dónde. Durante 40 minutos o más, el cinéfilo curtido y decente deseará más de una vez irse de la sala no sólo ante la incapacidad de su director por seguir con la obra que había comenzado sino por su indecencia a la hora de mostrar, por ejemplo, a soldados federales rendidos fusilados sobre la marcha por los insurrectos a golpe de rap colocado por él mismo en la banda sonora incidental. Tras una buena ducha de tropelías y absurdos de dirección y guion —ese pueblo resplandeciente ajeno a la guerra; el énfasis en los dilemas del reportero de guerra mil veces vistos antes en obras mil veces mejores—, Garland por fin vuelve a la sensatez con una escena escalofriante, que recuerda a la guerra de Yugoslavia (otra guerra civil, como el inicio de la de Corea, Vietnam e incluso ahora la de Ucrania), al borde de una fosa común donde Jesse Plemons, en cinco minutos, entrega una de las grandes interpretaciones del año. Esa escena puede servir de coartada para quienes señalan el carácter xenófobo, y de limpieza étnica, del presidente y por ende de las tropas constitucionalistas. Pero en la ficción lo que vemos son sólo tres soldados perdidos como responsables solitarios de esa barbarie, nada se nos dice que haga suponer que representan al ejército y a la ideología gubernamentales (incluso un personaje llega a decir que no parecen soldados del gobierno), y mucho menos que tengan carta blanca para estar cometiendo los crímenes de guerra que están cometiendo impunemente.

Esa excelente escena, aunque mal e increíblemente resuelta, vuelve, como digo, a meter a Garland en el meollo. Los 40 últimos minutos, con la batalla de Washington, el asalto a la Casa Blanca y los periodistas protagonistas empotrados entre las tropas golpistas, son de los que te persiguen y no te sueltan durante semanas. Uno piensa que Garland no se va a atrever a llegar hasta el final, pero sí lo hace, y con todas las consecuencias, tanto como se atrevía el viejo Aldrich en la feroz, y de visión obligada hoy más que nunca, Twilight last gleaming (1977) en su versión sin censura de 166 minutos. Ahí, casi sin advertencia previa, Civil war le tira a la cara al pueblo americano su peor pesadilla y le enseña al mismo tiempo su peor monstruo, que, aviso para navegantes, no es propiedad exclusiva de ellos.

Al final, mientras ruedan los títulos de crédito con esa terrible foto que nos remite a Night of the living dead (George A. Romero, 1968), no sabes si el film de Garland es una gran película golpista (demócratamente golpista, ya saben que Hollywood siempre ha sido demócrata y no republicano) o una película subversiva que se siente culpable de ello, probablemente ambas cosas. Lo de golpista ya lo he explicado, en Civil war sólo vemos el punto de vista de los secesionistas, estamos siempre al lado de los asaltantes, casi celebramos su macabra victoria, por lo menos hasta esa imagen final que nos devuelve congelado nuestro peor contraplano. Pero también subversiva, porque mostrar un símbolo como la Casa Blanca acribillado sala a sala y al presidente de Estados Unidos, cuyo poder e influencia en el mundo y cuya opresión sobre muchos países ha sido y es incontestable, derrotado y ejecutado por una facción de sus propias tropas es una imagen tan potentemente subversiva como gozosamente anarquista. Cuando tenía veinte años, Civil war me hubiera entusiasmado por la valentía de su cariz subversivo, hoy, ya en la cincuentena, me aterroriza su sesgo golpista, aunque este sirviera a mi propia causa.

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