Lo audible y lo invisible

Chime (Kiyoshi Kurosawa, 2024)

Empiezo repitiéndome: es curioso y divertido contemplar cómo el cine escapa a menudo a la expectación, desapareciendo donde la mayoría lo esperaba y apareciendo allí donde sólo unos pocos lo aguardaban. Este arte de la sorpresa, que en realidad no es tal, ya que siempre dejó signos, sutiles pero evidentes, que la anunciaban, reverdece antes y ahora, aquí y allá, dejando muestras que escenifican esa otra, y siempre mucho más interesante, historia alternativa del cinematógrafo alejada de modas pasajeras, intereses espurios y tendencias volátiles.

Este año todo el mundo esperaba poder ver la nueva película de Ryūsuke Hamaguchi, estrenada el año anterior en el festival de Venecia, y casi nadie la de Kiyoshi Kurosawa; es más, probablemente pocos estaban al tanto de que Kurosawa tenía un nuevo largometraje de escasos 45 minutos que se pasaría en el festival de Berlín 2024. Este efecto abrevadero, convenientemente creado e interesadamente dirigido, por el que la mayoría de la crítica acude siempre a beber a las mismas fuentes y no pocas veces se ve afectada por el mismo tipo de disentería audiovisual ha escrito, errando completamente el tiro, muchas páginas hilarantemente ridículas.

Kiyoshi Kurosawa no es precisamente un autor del momento, tampoco un cineasta de terror japonés, y reducir su cine a esa etiqueta, aunque albergue una parte de verdad, sería un grave error que impediría apreciar y valorar en su justa medida lo más interesante de su obra. La evolución de su carrera, ahora que ya no está bajo los focos (si es que alguna vez lo estuvo), demuestra por un lado su resistencia y por otro su absoluta coherencia con una visión muy personal del cine, de la sociedad, de la naturaleza y del ser humano. Ambas cosas lo sitúan, junto a Nobuhiro Suwa, probablemente como el cineasta japonés más interesante de las últimas décadas, especialmente ahora que Suwa ha desaparecido y que no se otea en su país director alguno que pueda colocarse a su altura o hacerle sombra. Mucho menos si atendemos a la forma en que una película se filma, a la manera en la que un plano se construye, a la aspiración máxima de conseguir hacer perceptible lo invisible sin mostrarlo, sólo mediante el uso de la gramática cinematográfica como si el cineasta fuera un médium, un exorcista que apela al latido de la imagen oculta, aquella que debe sentirse sin desvelarse nunca plenamente.

En 1995 y en 1997, respectivamente, Makoto Shinozaki y Kiyoshi Kurosawa mostraron paralelamente dos caminos alternativos para abordar un mismo problema. El temor de perder al ser amado atrapado en el inextricable laberinto de la enfermedad mental dio para dos películas que, partiendo de la misma idea, llegaban a planteamientos y soluciones muy distintos. Shinozaki utilizaba el informe clínico y el melodrama sentimental para dibujar su historia, mientras que Kurosawa prefería el terror metafísico como el camino más largo, pero el más revelador, para abrazar un misterio que sacudía los cimientos de la percepción del mundo por parte del protagonista, un policía envuelto en la investigación de una serie de inquietantes crímenes que apuntaban a un asesino en serie. Mientras él luchaba por hacer avanzar su búsqueda, en casa, su esposa enloquecía poco a poco atrapada en una serie de rutinas domésticas que ella había reinterpretado o desmantelado a través de la enfermedad (la lavadora o el microondas ya no servían para su función sino para una nueva, ahora absurda) desvelando un aterrador vacío que ponía en grave crisis el orden familiar, e incluso el personal del protagonista, remedo a pequeña escala de aquel otro orden social, impuesto y casi nunca cuestionado, que subvertía violentamente el asesino en serie.

El orden social en el cine de Kiyoshi Kurosawa suele aparecer amenazado por fuerzas oscuras, terrores metafísicos que proceden de la propia naturaleza, del cosmos, y que condicionan el itinerario vital de sus personajes, incluso en a priori pacíficas crónicas familiares (Tokyo sonata, 2008) en las que simplemente se muestra la deriva de una familia enfrentada a una serie de problemas y crisis cotidianos: el paro, la infidelidad, la adolescencia de los hijos, etc. Sin embargo, la propia historia melodramática aparece cuestionada por la forma de filmar de Kurosawa, que es siempre cuasi invisiblemente interrogadora, sutilmente amenazante, como si el cineasta, a través del estilo, pusiera en crisis un modelo, una idea de ordenar el mundo y las relaciones que ante su mirada resultan ahora extraños, carentes de sentido, aterradores, justo en esa encrucijada donde los seres queridos, e incluso uno mismo, comienzan a convertirse en meros desconocidos, y las funciones y rutinas sociales en un absurdo inútil que sólo distrae de lo inevitable: la muerte y la desaparición como manifestaciones del orden natural frente a la fútil ilusión humana de permanencia.

Kurosawa siempre ha funcionado muy bien en la paradoja, en la interpelación a esa dialéctica que muestra que el conflicto muchas veces hace avanzar más a un grupo social que el consenso, la uniformidad y el monolitismo mental. El árbol de Charisma (1999) ejemplifica sabiamente, como en el cine de Miyazaki, esa condición poliédrica y fecunda de la naturaleza en la que todos sus elementos, incluso o especialmente los violentamente transgresores, son necesarios y aportan algo, a menudo desconocido por el ser humano pero de un valor incalculable para el sostenimiento del frágil equilibrio universal. Por otra parte, las amenazas, los terrores, para Kiyoshi no son corporativos, no son del sistema, o si lo son es porque también el sistema, como construcción humana, está amenazado en igual medida por las mismas fuerzas oscuras que condicionan y dirigen nuestras pequeñas vidas.

Para quienes no saben o no pueden leer las imágenes, bien por falta de formación o bien, como decía Manoel de OIiveira, por incapacidad, e incluso para los que jamás se han detenido a estudiar los temas y estilemas del cine de Kurosawa, Chime (2004) les habrá parecido ininteligible  —precisamente porque todo lo expresa valiéndose únicamente de las imágenes (y sonido o ausencia de él) y de las relaciones que establece entre estas—, cuando lo cierto es que compendia con refinada maestría audiovisual el, ya mencionado, gran tema de su autor: la irrupción invisible de lo sobrenatural en la estructura social. Analizado con atención y detenimiento, el último filme del autor de Doppelganger (2003) podría formar un iluminador díptico con Cure (1997), aquí también hay, metafóricamente hablando, un agujero negro, con manifestaciones iniciales que podrían remitir a la enfermedad mental, que lo va a engullir todo (desde el trabajo hasta la familia pasando por la vocación), esta vez en forma del sonido de una campana que se percibe como un tinnitus y como anticipador signo del horror. La ordenada sociedad japonesa aparece asaltada de nuevo por señales inquietantes (Kairo, 2001), como si Kurosawa acusara a Wenders de no haber percibido absolutamente nada de las fuerzas oscuras y las corrientes subterráneas que convierten nuestros días en imperfectos pese a que parezca que nadie haga ni diga nada públicamente al respecto.

Para filmar lo fantasmal, lo que se encuentra en los bordes del fotograma y más allá, en los límites mismos de lo visible, Kurosawa sigue desplegando un estilo que ha depurado con la inteligencia y esencialidad de un maestro. Encuadres matemáticos, movimientos de cámara escasos y significantes, cortes de plano que responden siempre a un criterio narrativo o dramático. Como en Cure, como en Kairo o For 13 days, I believed him (2022), se sirve de pequeñas reflexiones de luz sobre las superficies para sugerir la existencia de otros mundos en el nuestro o para anunciar un cambio trascendental o una presencia.

Vuelve a usar también la profundidad de campo, colocando al fondo del plano, en la separación de dos estancias, plásticos o cortinas ondulantes para sugerir la anticipación de algo sin necesidad de mostrar nada visible aunque sí inquietantemente perceptible.

En este sentido, es memorable la última secuencia de Chime, de la que su parte en exteriores ha sido rodada en analógico. Es la secuencia más terrorífica y amenazadora que he visto en mucho tiempo —en parte, pero no sólo, por el inserto del plano exacto del idéntico cuchillo en la tabla de cocina en el momento justo, antes de mostrar los siguientes de la mujer y el hijo ya percibidos como ‘otros’— sin que ni dentro de la casa ni fuera Kurosawa explicite nada y sin embargo sea capaz de hacernos sentir todo aquello que remite a nuestra insignificancia en el orden natural, pero también a nuestro papel en la deriva caótica del planeta propiciada por aquellos instintos primordiales a cuya llamada somos incapaces de sustraernos.

N.B.: Para los buscadores de serendipias, ahí les dejó una de la que nadie habla. Existe un maravilloso episodio de la serie Cinéma, de notre temps dedicado a Kiyoshi Kurosawa, se titula Kurosawa, au dos des images (2018), (Kurosawa, en la parte de atrás de las imágenes) y está dirigido por Alain Bergala y Jean-Pierre Limosin, de quienes su Faux fuyants anticipa algunas ideas de la posterior obra del japonés. El excelente crítico (ex redactor en jefe de los Cahiers), teórico y ocasional director francés únicamente tiene otra entrega más en la serie, esta firmada en solitario: Víctor Erice: Paris-Madrid allers-retours (2010).

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